viernes, 5 de mayo de 2017

Entre pinches y becarios

J.A.Xesteira
A falta de escándalo mayor en la semana, apareció uno de menor cuantía aparente, pero de mayor importancia, a poco que nos pongamos a rascar en el tema. Me refiero a ese escándalo de los cocineros, llamados chefs, de la televisión que emplean a chavales sin salario. El escándalo mediático tuitero surgió con la noticia de que Jordi Cruz, uno de los poderosos humilladores de chavales que creen haber tocado la fama como cocineros en una televisión, emplea a becarios sin sueldo. El programa de Cruz, cuyo nombre no voy a publicitar, forma parte de ese tipo de entretenimientos televisivos consistentes en denigrar y humillar a unas personas previamente selecccionadas para su escarnio (en el caso de los niños cocineros concursantes, la Fiscalía debería asumir su defensa de oficio; en este país es un delito humillar en público a un niño) ya sea como cantantes, actores o cocineros. Jordi Cruz, uno de los seres supremos del concurso, apareció en los confidenciales de internet como un tipo que tiene un palacete de tres millones de euros, cobra 200 o 300 euros por comer en su restaurante de no sé cuantas estrellas Michelín y no le paga a los becarios (sobre la palabra becarios hablaremos más adelante) Al segundo saltan las redes para ponerlo a parir y para recordar doctrina jurídica sobre el empleo de becarios en este país. No voy a entrar en este tema puntual; no siento el menor interés en esta moda de los chefs, la gastronomía considerada como una de las bellas artes y los restaurantes en los que no hay comida de comer, sólo comida de hacerle foto y mandarla por whatsapp. Es una cuestión general que comienza con la semántica y un concepto, con el cambio del pinche de cocina o marmitón, el chaval que entraba a fregar platos y hacer las tareas más humildes –cobrando– y subía en la escala hasta donde pudiera, por el más sofísticado de becario, que puede significar cualquier cosa abstracta, pero que en ningún caso quiere decir que tenga una beca para vivir.
Llegados a este punto me van a permitir hacer un poco de historia sobre el tema echando mano de lo que mejor conozco, mi oficio de periodista, y retrocediendo unos cuarenta y tantos años atrás, cuando yo mismo era un periodista “en prácticas” en un país en el que los periodistas salían en hornadas anuales de unos ciento y pico. En el verano de 1971 conseguí una plaza de prácticas en el periódico de Prensa del Movimiento La Mañana de Lérida, y un salario de redactor en plantilla (sin descuentos) más el viaje desde mi casa hasta la ciudad catalana, y vuelta. Además de cobrar como un profesional de verdad, aprendí practicamente todo lo que no se puede aprender más que en una redacción, gracias a que trabajé como verdadero profesional y a que los veteranos me consideraban colega y me enseñaban todo lo que podían. Pasó el tiempo y me encontré como redactor de un periódico, enseñándole el oficio a la chavalada de prácticas; la rueda giraba y yo era el veterano y alguno de los nuevos era hijo de mis amigos; ahora les llamaban “becarios”, pero no recibían ninguna beca y el salario ya no era el mismo; cobraban según la inspiración de la empresa, según fueran hombres o mujeres, según les cayera mejor o peor al director, al gerente o a un amigo de sus amigos. Pero cobraban. Siguió la rueda rodando y aquellos veteranos pasamos a ser jefes, primero y jubilados después, los becarios pasaron a ser redactores, jefes y parados que se buscan la vida fuera de los periódicos, en esta trayectoria laboral tan conocida. Un día las empresas periodísticas inventaron una nueva vuelta de tuerca (tuerca de garrote vil) llamada “máster”. Ya no eran ni de prácticas ni becarios, estaban haciéndo un máster por el que pagaban una pasta por hacer lo de siempre, aprender el oficio (mal) asesorados por algún veterano; al final conseguían un pomposo e inútil título que, dada la dureza del papel, no sirve ni para el retrete. Un día, una buena mujer me contó que estaba muy contenta porque su hija, licenciada en ciencias informativas, estaba trabajando en una emisora de radio ¡pagando! Y ese día me di cuenta de que, partiendo de la nada habíamos alcanzado las más altas cotas de la ignominia.
Pero, claro, todo ese largo camino hacia el presente no es gratuito, se hizo con el beneplácito contemplativo y satisfactorio de los sucesivos gobiernos (centristas, socialistas y derechistas) de las diferentes patronales, de los sindicatos que esta misma semana salieron en procesión laica a reivindicar abstracciones sin fuerza (olvidando lo que de verdad se conmemora el Día del Trabajo: las muertes por defender derechos laborales ya perdidos); y con el consentimiento activo o pasivo de todos los habitantes de este país, que consentimos con nuestro voto o con nuestra actitud que los pinches de cocina trabajen por el bocadillo, aunque sea un bocadillo de tres estrellas. En ese aspecto todos somos Jordi Cruz, y no vale ponerlo a parir, porque todos somos responsables de esa situación.
A toda esa larga legión de becarios sin beca hay que añadir los obreros temporeros, esa expresión que un día englobaba a extranjeros marroquíes y senegaleses, y que hoy alcanza a tododiós: parados sin horizonte, que se acogen al verano para sacarse unas perras como camareros, sustitutos de apoyo vacacional, o se acogen a las navidades para relenar los picos de ventas de la sociedad de consumo. A estos también hay que añadir todos los contratados al amparo de leyes-basura, por tiempo limitado y por unas horas que después se convierten en el doble de manera ilegal. Ese es el panorama que se maquilla convenientemente para las cifras del paro, y eso lo sabe todo el mundo, no descubro nada nuevo. Por eso, a la hora de juzgar al cocinero contratante deberíamos pensar que todo el país es un restaurante de tres estrellas y que todos somos pinches sin sueldo. Y parece no importarnos más que para ponernos a parir por teléfono.

No hay comentarios:

Publicar un comentario