domingo, 16 de abril de 2017

Lo que digo y lo que pienso

J.A.Xesteira
Pasaron cuarenta años desde la legalización  del Partido Comunista y parece que fue ayer. No es que crea que dos veces veinte años son dos veces nada, a la manera del tango, sino que parece que no nos hemos movido del sitio, como si estuviéramos de vuelta en aquella semana santa en que, para agravio de la derecha eterna de este país, Suárez legalizó a los comunistas, las bestias rojas del franquismo. Cuarenta años después, el Partido Comunista Español, a diferencia de sus hermanos de otros países vecinos, renunció a su marca registrada en elecciones, se reinventó como costalero procesional de un grupo de izquierdas, metido en Izquierda Unida y, por tanto, acabó como soporte de Unidos Podemos. Largo viaje para tan poca cosa.
Y el tiempo parece no haber pasado desde aquel sábado santo de 1977, sólo año y pico después de enterrado Franco bajo la gran losa. Pensamos que el mundo iba a ser más libre, más sano, más culto, más justo…, y nos encontramos con “esto”. Pensamos que éramos demócratas, europeos, sinfronteras, y nos estamos dando contra una involución disfrazada de “es-lo-que-hay” que nos demuestra que la democracia es sólamente una palabra de uso tópico, Europa es un mercado y las fronteras son mucho más difíciles de pasar de lo que pensábamos. Hace unos días, un amigo viajero del Imserso se encontró con que, además de las consabidas molestias de pasar los controles de aeropuerto (en vuelo nacional) se añadían ahora nuevas medidas, como pasar un papelito por su bolsa de mano por si fuera traficante al por mayor de sustancias psicotrópicas, y le ordenaban poner en bandeja distinta su tableta de leer novelas. Basta contemplar la televisión, en cualquiera de sus apariciones para constatar que no era esto lo que esperábamos de una televisión libre, culta y distinta de aquella que cerraba a medianoche hace años con un cura y una bandera con himno.
Desde la altura de este momento los cuarenta años pasados pueden contemplar un tiempo que vuelve al punto de partida. Y si lo pensamos, era de esperar, desde aquel 1977, en que pasamos a ser modernos pero con la ropa vieja; simplemente le dimos la vuelta a los trajes, y el que hasta tres años antes era político del franquismo pasó a ser demócrata de toda la vida, y así todo, militares, profesores, jueces, periodistas, banqueros, obreros, médicos, alcaldes, empresarios, obispos (no, obispos, no, siguieron igual que siempre, en su reino de otro mundo con cuenta corriente en este)… Y el mundo nos pareció distinto y nos pusimos chulitos porque pensábamos que ya éramos como el resto de Europa. Pero sólo habíamos cambiado de pelo, no de mañas. Y aquí estamos, de vuelta de todo, con un paro brutal, una clase política corrupta en su generalidad y con las libertades convertidas en calcomania de la realidad, en especial las libertades de expresión y de ideas. Europa tampoco resultó el Shangri La donde todo el mundo era feliz; bastó que las cosas se pusieran un poco duras para que volvieran también los viejos miedos y los viejos fascismos que estaban disimulados bajo un barniz de progresía abstracta.
Hay cosas que se prohiben ahora igual que en el franquismo, el postfranquismo y la pretransición. Prácticamente estamos en una involución. Nuestra memoria no histórica, personal a secas, si la refrescamos nos contaría como poco antes de la legalización del PCE, los delitos de opinión y expresión estaban a la orden del día. Lo sabemos especialmente quienes en aquel periodo histórico estabamos detrás de una máquina de escribir en alguna redacción de periódico; cualquier periodista podía ser acusado de cualquier cosa por cualquier ley (incluida la de caza y pesca); nos disparaban desde todas partes pero nos hicimos un  hueco y nos jugamos el tipo por esas dos simples cosas: libertad de expresión y libertad de opinión. Dos simples cosas que el Gobierno Español de antes y de ahora han firmado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esos derechos, como tantos otros, no son maná que cae del cielo; los derechos hay que pelearlos, ganarlos y, después, merecerlos. Creo que los que tuvimos que forzar las reglas del juego antes y después de la democracia, lo hicimos y lo merecemos (no diría yo tanto de todos los que después vinieron y se encontraron con que sus derechos ya estaban a su disposición, muchos de ellos, en todo el escalafón político y social, ni lo merecen)
Y aquí estamos, con una clase política que parece vestir calzoncillos de seda y que cualquier roce les escuece como ortiga. Las palabras se retuercen para que digan lo que no significan, las leyes (demasiadas leyes para tan lenta justicia) se escriben de manera ambigua, para que puedan usarse a gusto del poder de turno. Las libertades de expresión y opinión no son más que “fonemas onomásticos”, como decían Les Luthiers. Desde el año pasado han sido condenados 30 tuiteros, un montón de raperos e incluso han sentado en el banquillo a unos titiriteros de barrigaverde. Los fiscales progresistas (mal asunto cuando los fiscales se pueden dividir entre progresistas y “lo otro”) han dado la voz de alarma ante la desproporción entre el humor y el delito. Lo dicen a raiz de la querella contra el Gran Wyoming y Dani Mateo por decir que la cruz del Valle de los Caídos es una mierda; los jueces (unos jueces) han visto una ofensa religiosa en una opinión que puede ser compartida por millones de personas. Si la religión del hombre que entró el domingo pasado sobre un borrico en Jerusalén, arrojó del templo a los ladrones que habían hecho su guarida en él y fue torturado y ejecutado el jueves y el viernes santo, se ofende por la megalomanía de un general, deberían mirárselo.
Las dos libertades básicas de un pueblo libre están en problemas, y hacer uso de ellas ya es un riesgo. Podrán impedir que diga lo que pienso, pero no podrán impedir que piense lo que no digo. En esta vuelta atrás, un día de estos puede que declaren ilegal al Partido Comunista.

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