domingo, 29 de julio de 2012

Las manos duras


Diario de Pontevedra. 28 de Julio de 2012.- 
El tipo aquel estaba sentado en la mesa de al lado del café; un jubilado correoso, enjuto y fuerte, a quien la debilidad le asomaba por la artritis evidente de sus manos, que en otro tiempo cotizaban a la Seguridad Social desde una nómina de fresador-matricero o calderero o mecánico; cuando las manos eran las herramientas finales de la sabiduría de un  oficio aprendido desde aprendiz. El tipo jubilado era lo suficientemente joven para haber podido llevar su profesión unos años más, y lo suficientemente viejo como para haber caído abatido por un ERE, un recorte o, simplemente un cierre a blancas patronal con disculpas agradecidas al mercado, ese fantasma que recorre Europa. El jubilado tipo leía el periódico del bar, el último reducto periodístico de papel frente a la prensa digital; deberían proponer ya como bien de interés cultural el periódico de los bares, una especie protegida. El jubilado leía con tiempo por delante las noticias que cada día anunciaban que España estaba siendo rescatada pero que en realidad no estaba siendo rescatada, en un alarde burdo de desfachatez política. El tipo daba sorbos al café con leche y masticaba esta galletita que nos ponen al lado y que la tomamos simplemente porque está ahí, no porque nos apetezca. Las manos que un año antes agarraban la herramienta como una prolongación del brazo, ahora pasaban las páginas; en la mirada del obrero caducado se adivinaba el desagrado de lo que sucedía en las páginas políticas; si pudiéramos entrar en sus pensamientos veríamos el recuerdo de una lucha en las calles, de huelgas del metal y conquistas a golpe de cargas policiales; lucha por jornadas laborales decentes, salarios de personas, derechos sociales... Todo se había ido por el retrete con un simple tirón de la cadena del Capitalismo, disfrazado de política manejada por una tropa de zangolotinos de nueva generación, que no tuvieron que pelearse en la calle la posibilidad de merecer un mundo mejor, democrático y libre. Veía en el papel como todo se iba al carajo y el mundo se volvía del revés: los que, como él, habían dado el callo y la salud para que todo fuera un país decente, los que habían estado en su sitio, produciendo, ahorrando, creando la infraestructura social y productiva, eran los que ahora pagaban las barbaridades de los que se habían dedicado a jugar con el dinero público y gastarlo en su propia vanidad, los que habían especulado de forma imprudente con los dineros de los ahorradores; esos no sólo no pagaban sus delitos, sino que eran los que disfrutaban del buen retiro. El tipo leyó y pasó hojas inútiles, que no eran más que lo mismo del día anterior vuelto a freír. Saltó a las esquelas y dio un repaso por si se encontraba con algún conocido; rara era la semana que no archivaban a un nombre con pésame. Volvió a las páginas de deportes que leyó con la indiferencia del que lee noticias repetidas con nombres cambiados; él era de uno de los dos equipos en contra del otro. Todo era una cantinela repetida desde hace años. Pasó a las páginas de cultura y sociedad, leyó los cuatro crímenes y los tres accidentes y se paró en la reseña del concierto del Boss; Bruce era de los suyos; el jubilado, aunque luciera un niki de  imitación, modelo feria de Valença, guardaba aún su camiseta de los Rolling en el Vicente Calderón, y su espíritu conservaba las esencias del rock de la vieja guardia. Aún no había acabado cuando se sentó a su lado otro tipo con las mismas manos y la misma jubilación. Pidió el café con leche y charlaron un poco de lo mal que está todo y de la cantidad de sinvergüenzas que tenían que ocupar las cárceles en vez de presidir consejos de empresas y entidades bancarias. Se desahogaron como pudieron y se compararon los colesteroles: estaban como las propias rosas, no tomaban nada de farmacia y sólo un poco de los furanchos, en cantidades medidas y dosificadas. Para durar. Los amigos dejaron pasar el tiempo hablando de la vida que pasa y dejando ratos de silencio para ver desde el café la vida que pasaba por la calle. Estuvieron el tiempo necesario, echando un vistazo de vez en cuando al reloj, hasta que llegó la hora de la salida de los colegios.
El tipo aquel, jubilado y de manos que atenazaban poco a poco la artritis, era abuelo, por supuesto. Y su amigo, también. Y a ciertas horas su deber les llama ante el colegio (antes ante la guardería) para recoger nietos. Los dos se fueron caminando con calma; lo tenían todo medido, sabían el tiempo que tardarían en llegar andando hasta la puerta del colegio, donde se reunirían con otros abuelos en la misma espera. No con todos, porque ahí funcionaban las afinidades electivas, y, como en su escuela de niños o en la factoría de obreros, se juntaban con unos y no con otros (“fulano es un pesado”, “mengano siempre habla de lo mismo”...y así). Su pandilla de hombres que dejaron de ser jóvenes por decreto, continuó con la charla habitual, un poco de fútbol, otro de comidas y bebidas, un par de enfermedades y la vida que pasa; un viaje barato, un parte meteorológico, una queja municipal y lo mal que anda el mundo; un parte de bajas, un acontecimiento inesperado, una broma, un chiste, y poco más. A la hora fijada salió la desbandada infantil y todos corrieron de brazos abiertos hacia cada abuelo que los esperaba de la misma manera. Los nuevos tiempos trajeron estas nuevas maneras. Dos generaciones se unían en forma de puente para dejar que la generación del medio buscara su lugar al sol. El abuelo sabía que la generación de en medio estaba perdida, narcotizada, pero él se encargaría de transmitir al niño que arrastraba su mochila unos valores que él conoció en otro tiempo. La mano dura del hombre agarró la minúscula mano del niño. Y sonrieron. Era el pasado abrazando al futuro, mientras el presente estaba trabajando en precario y la vida de verdad le pasaba por la espalda sin que se diera cuenta.

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