sábado, 21 de julio de 2012

El elenco


Diario de Pontevedra. 21/07/2012 - J.A. Xesteira
Uno de los rasgos que definían las viejas redacciones de los periódicos del Paleolítico (hace cuarenta años) eran Los Viejos. En todas las redacciones que conocí desde que tuve uso de razón periodística (en prácticas) siempre había un consejo de ancianos que eran capaces de mandar al director a tomar por el blues y el gerente no osaba ni acercárseles. Eran los depositarios del saber, y solían aconsejar a los jóvenes desde su concha de carey paternalista y bohemia (solían marcarles la diferencia entre los verbos “infringir” e “infligir”, o “infestar” e “infectar”, por ejemplo). Eran nocturnos y quemaban el borde de las mesas con sus pitillos. La desaparición de ese especial Sanedrín ha provocado la debilidad gramatical y literaria que se ve en los Medios actuales. Conocí a bastantes y en una larga etapa de mi profesión compartí con uno de ellos las noches del cierre. El personaje a que me refiero, cuando aparecía alguna noticia política que sacaba a la luz la triste realidad del país, decía una frase lapidaria: “Deploro pertenecer a este elenco”. Se hizo clásica. Querámoslo o no, todos pertenecemos a un elenco para el cual no hubo pruebas de selección (ahora dirán un “casting”) más que las que marca el haber nacido en este país, estar censado, pagar los impuestos, las multas, tener carnet de identidad, matricularse en las escuelas y las universidades y votar si nos apetece de vez en cuando. Ser ciudadanos, en definitiva. Pertenecemos a este elenco como actores de una obra que a veces es comedia y a veces es tragedia, y en el que nunca sabemos que papel nos toca hasta el momento de salir a escena. De pronto, una vez nos encontramos con un papel principal y tenemos que improvisar el diálogo, y otras veces somos bulto, masa, coro, los “malditos” que gritan en la calle mientras Don Juan (no el Borbón, sino el Tenorio) escribe su carta (ver la obra de Zorrilla) Estamos metidos en el fregado, querámoslo o no; hemos nacido aquí y nos toca actuar en este teatro; podía haber sido en Zimbabue o en Massachussets, y la cosa sería diferente. Pero pertenecemos a este elenco. Y en ocasiones como esta, lo deploro. Los actores principales representan papeles de la forma más chapucera e ignominiosa (no hay como desempolvar adjetivos que nunca se usan) y, lo que es peor, dicen actuar en nuestro nombre, representarnos. Y no. El propio sistema, la obra teatral, no me representó nunca, ni cuando vivíamos en una dictadura ni cuando dijimos que vivíamos en una democracia. El sistema siempre se disfrazaba de lagarterana, lo cual era un disimulo que suavizaba las situaciones. Pero ahora el Capitalismo muestra su verdadera cara, sin trapos, y la gente todavía no se ha dado cuenta. Los banqueros, que son los que mueven el sistema a niveles universales, nunca me representaron y menos ahora que se han quedado con el dinero de las entradas y con el de los actores. Los jueces, la parte del elenco que representa la defensa del débil y sentencia en el escenario tanto al mercader de Venecia como al comendador de Fuenteovejuna, ya no me representan; su idea de la ley está lejos de mi idea de la justicia. Los políticos pronto dejarán de representarme, cuando todo se privatice y su presencia sea innecesaria; poco a poco perderemos el interés por elegir a uno de los dos candidatos porque ya no tendrán Estado que dirigir: todo quedará en manos de unos hipotéticos empresarios. Los empresarios no me representan tampoco, si bien hubo un tiempo que los entendía, cuando la función empresarial era mantener vivo un proyecto de empresa y el beneficio económico no era más que una herramienta dentro de ese proyecto. Los sindicatos, que eran la fuerza equilibradora, tampoco me representan; ni siquiera representan aquello por los que muchos llevamos nuestro grano de arena a la playa de las conquistas sociales; hoy están perdidos y la arena se la llevó el mar de las comodidades y la adaptación a los nuevos tiempos; se perdieron todas las bazas ganadas a pulso y nadie quiere volver a reinventarse. La cultura y la educación, dos conceptos que antaño expulsaban de su interior a todo aquello que oliera a negocio, comercio y dinero, ya no me representan. Solo lo que se cuantifica en dinero y ventas parece ser el canon que hace grande a la educación (se educa para competir) y se santifica la cultura según la venta de libros, los precios de las obras de arte. La educación se hace más cara, para elites que recuerdan viejos tiempos y se inyecta en la sociedad juvenil la idea de que no hay salida (es decir no se va a ser un triunfador económico) si se sigue el camino de estudiar carreras universitarias no aptas para el beneficio y el triunfo comercial. No me representan ni los triunfadores ni los chamarileros. Los artistas se representaban a sí mismos, pero sus obras eran parte del mundo, parte de la sociedad, parte de mí mismo. Ahora no. El artista busca la rentabilidad y, si es posible, la subvención oficial que ya ha desaparecido. Los que todavía viven peleando por un espacio social donde su obra tenga valor por si sola, sin la referencia económica, son escasos, trabajan entre bastidores. Ni siquiera el deporte, que parece que nos representa a todos con los triunfos de la Roja (infortunado nombre de resonancias marxistas y republicanas) Me agrada el triunfo más por el talante de respeto y educación que han sostenido el entrenador y los muchachos, pero no me siento representado. No es más que un juego. Los símbolos tampoco me representan. Pero debe ser un defecto, porque nunca me emocionaron los himnos, las banderas ni los santos en procesión. No me parecieron más que objetos sin alma ni me identifico con nada de ellos. Por eso deploro pertenecer a este elenco. Pero como estamos en verano y sé que esta crisis no es tan grave como nos la pintan, no dejaré de representar mi papel y trataré de vivir lo mejor posible. ¿Y el elenco? Pues como dicen en el Parlamento, ¡que se jodan!

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