sábado, 14 de julio de 2012

Las Europas


13/07/2012 - J.A. Xesteira
Acabo de regresar de unas cortas vacaciones baratas. La crisis y la posibilidad de buscar en internet billetes de avión baratos, reservar hoteles e, incluso, pagar el parking del aeropuerto, esas cosas al alcance del español viajero, me llevaron a una pequeña isla griega cuya existencia desconocía, desde Oporto y con escala en Frankfurt. Es decir, pasé por varias de las posibles Europas que aparecen a diario en los Medios. Y como soy de la teoría de que “hay que viajar más y ver menos telediarios” (Franco, el dictador, pese a lo que diga la Academia de la Historia en su diccionario, recomendaba lo contrario: “Hay que viajar menos y leer más periódicos”) he podido comprobar la realidad de esa crisis o al menos, varios matices de esa crisis que tanto miedo nos da pero contra la que nos limitamos a dejar que hagan una tropa de mangantes mezclados con bienintencionados políticos y prepotentes tecnócratas. En una semana pasé por cinco países diferentes y, además de tomar el sol y comer ensaladas griegas y pescados frescos, comprobé una sospecha; igual que en España, el resto de los países europeos sigue impermeable dentro de sí mismos, y la clase media y baja, que son las que padecen el estado de cosas, es muy parecido. Más allá de eso, la evidencia de que no existe una Europa sino múltiples variedades de pequeñas Europas se me apareció otra vez de forma clara y, en ocasiones, divertida. Para empezar, están las fronteras, que desaparecieron con el tratado de Schengen (ese letrero que parece en los aeropuertos para pasar sólo con el DNI) y que existen. No con la contundencia vigilante de antaño y aquel “¿Algo que declarar?” con que nos metían miedo en la frontera de Tui. La frontera es sutil y paranoica; desde que cayeron las torres gemelas pasar un aeropuerto se convierte en humillante, estúpido y burocrático. Esa es la frontera, convertir al pasajero en sospechoso de todo, presuponer que puedes secuestrar un avión con un cortaúñas o hacerlo volar en pedazos mezclando champú con pasta de dientes; todos tenemos algo que declarar: el cinturón, el monedero, el reloj y las gafas; nos desnudan y nos soban, a veces a mano, a veces con un detector de puñales escondidos en los calzoncillos. Esa es la frontera. Pero esa frontera es distinta en cada país, como corresponde al grado de burocracia aplicada y de idiosincrasia. El aeropuerto de Porto (cada vez más el aeropuerto de referencia de la Galicia sudista) es cumplidor de las normas, pero “á moda do Porto”, es decir, le dan la lata al pasajero con el escáner y la bandeja, pero son flexibles en el cumplimiento legal de líquidos y demás utensilios. En Frankfurt, como era de esperar, la cosa cambia. Allí se aplica las leyes, correcta pero inexorablemente, porque ellos, los alemanes son cumplidores (y guardianes) de la norma, y la norma no se rompe, ya sea la ley sobre bolsas en la maleta o sea la ley sobre rescate a la banca de un país. En Frankfurt una agente de policía le prohibe que lleve dentro de la maleta más de dos bolsas de plástico con champús o colonias (si usted las reparte entre pasajeros de la enorme fila que se forma siempre, la policía se desconcierta, porque entonces todo queda de acuerdo con la ley). La frontera invisible en el aeropuerto alemán está diseñada para cabrear a todos los pasajeros dentro de la más estricta corrección legal. En Grecia, el paso de la frontera escaneada es como el país: hay cosas más importantes que molestar a la gente para que se quite los zapatos (apuesto a que el arco de metales estaba desconectado, para no complicarse la vida). En la pequeña isla a donde arribamos, fuera de las rutas turísticas habituales, éramos prácticamente los únicos españoles, por lo cual nos confundían con italianos. Se demostró la noche de la final de la Eurocopa: ante la única televisión de los bares donde se celebraron los goles de España; en el resto, con la bandera tricolor ondeando, todos se identificaban con Ballotelli. El colmo llegó cuando pasamos en barco a Turquía (la costa de Anatolia está a sólo cuatro kilómetros); un taxista comenzó a cantar mirando para mí una vieja canción de Toto Cutugno, “L’italiano” (“¡Lasciatemi cantaaare con la chitarra in maaano!”). Estaba claro, yo llevaba a la vista la señal de identidad manifiesta del italiano: el cuello del polo levantado. No me atreví a deshacer el error del taxista. En los lugares turísticos se habla esa lengua franca que consiste en meter un inglés chapurreado, con palabras del país aprendidas en el menú del restaurante y un conglomerado de otros idiomas (como los políticos españoles en Europa). Cuando hacíamos saber que éramos españoles pasaban dos cosas: una, que nos felicitaban por los cuatro goles, y otra, que nos acogían como iguales, porque la crisis une mucho. Los turistas alemanes que abundaban (como en todo el Mediterráneo) eran tratados con el respeto que merecen los que nos van a dejar su dinero, pero sin el amor que los griegos mostraban por italianos y españoles. En todos los tenderetes de camisetas se vendían las del fútbol italiano y español, pero no del alemán. La escala en Frankfurt nos obligó a quedar un día en el aeropuerto de bajo coste y para matar el tiempo caminamos por el pequeño pueblo de al lado. La comparación con el pequeño pueblo griego de las vacaciones era notable; el alemán era un prodigio de limpieza y orden, el griego era como uno español, a medio camino entre la chapuza y la dejadez; pero mientras en el primero los enanos de escayola sonreían en los porches y los jardines, en el segundo los que sonreían eran los vecinos sentados a la puerta. Es la diferencia que va entre un clima del norte y el sol del sur, ese que tanto cabrea a Angela Merkel. La tristeza amable de los habitantes del pueblo alemán contrastaba con la sonrisa de los griegos. En siete días pasamos por cinco países. Aprendí algunas cosas de esas Europas; la principal es que somos distintos y no habrá manera de entendernos si sólo hablamos de dinero.

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