lunes, 9 de julio de 2012

Las miradas perdidas


Diario de Pontevedra. 06/07/2012 - J.A.Xesteira
El tipo aquel, un joven de mirada evadida, cruzó todo el pasillo del centro comercial. Indiferente a las ofertas de las tiendas, en las que entraban otros jóvenes de su edad y salían con bolsas de las marcas repetidas en todo el mundo, como para llevarle la contraria a la crisis, a su propio paro o al de su familia. Jóvenes alegres que contradecían el pesimismo imperante de los telediarios que, seguramente, no veían y les importaban un carajo. En la juventud no preocupa el futuro y el presente hay que devorarlo en el momento, antes de que enfríe. El joven de la mirada huida avanzó con paso regulado, sistemático y monocorde hasta la cafetería, en la que un letrero ofrecía conexión gratis de wi-fi. Llegó hasta una mesa de lo que se podía llamar terraza, aunque no estuviera al aire libre. Se sentó, descargó la mochila y sacó un ordenador portátil, abrió y se conectó. La mirada que huía se marchó hacia el mundo exterior, interiorizado en la pequeña pantalla. Sólo levanto la vista para atender a la camarera y pedirle una botella de agua. Sacó unos pequeños auriculares que metió en los oídos y conectó con la base del ordenador. Y en ese momento sólo quedó en la mesa de la cafetería del centro comercial el cuerpo del joven de la mirada en fuga, su parte inmaterial; alma, sentidos, mente, lo que sea que anda por medio del cuerpo, ya no estaba allí. Movía el dedo índice sobre el pequeño cuadrado con el que dirigía la flecha, con breves toques con los que abría archivos que eran como las puertas de la percepción de Blake (“si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito”) y por ellas entraba hacia otros mundos. A veces se detenía y leía un rato, otras, tecleaba como si escribiera –supongo– para una persona lejana, quizás otro joven de parecida mirada, sentado en un café wi-fi de un centro comercial lejano. Desde la mesa de al lado, donde yo tomaba un café a la espera de la hora del cine, lo veía manipular en su ordenador. Por un momento, como un cotilla curioso, vi su pantalla, en la que estaba desplegada la pared de amigos de una red social, la que enlaza a solitarios que juegan a la ficción de estar más unidos que nunca sin alambres de conexión. Por momentos incluso me pareció ver una leve sonrisa, seguramente por algo que sucedía entre él y la otra persona que escribía ocurrencias. Por un momento, y ya que estaba al acecho como un intruso de su intimidad, me gustó pensar que estaba en comunión con una persona a la que amaba, una muchacha que merecía aquel amago de sonrisa, pero esas cosas son difíciles de saber si la mirada está de viaje. En ocasiones abría la lista de las canciones que entraban por los minúsculos auriculares y cambiaba el título –desde mi mesa no llegaba a distinguir que tipo de música era su preferida y su expresión no dejaba suponerla, ni siquiera marcaba un ritmo con los dedos tamborileando sobre la mesa, ni silbaba en silencio– la música era como una banda sonora de su viaje. Llegó la hora de las mamás y el espacio de las cafeterías se cubrió de Yónatans y Kevins correteando por su particular corral, en medio de unos cachivaches de plástico, como un gulag divertido para pequeños seres. Comenzaron las llamadas que reclamaban meriendas envasadas, potitos y pisados de plátano y galleta que los chavales no querían y sólo el grito imperativo de las mamás les traían refunfuñando hasta las mesas donde los grupos maternales charlaban de sus cosas. El joven no los miraba ni los oía, la mirada vagaba en otro lado y las orejas estaban taponadas con música en mp3. Ahora leía la prensa, su prensa, la que le interesaba, las versiones digitalizadas de los periódicos de papel; de reojo advertí que hacía como un barrido de la primera página virtual, y se detenía en noticias culturales, después de saltar toda la política nacional e internacional con los mismos repetidos discursos de los mismos repetidos (y aburridos) políticos; abría una información sobre algo musical, una cosa sobre literatura y otra sobre cine. Y los chistes, los abría todos. Pero su cara era la misma de hacía una hora; su expresión era inmutable. Era su manera de resistir en medio de aquel espacio placentero y comercial, en medio de los gritos infantiles, de los gritos maternales y del runrún de las tiendas. Seguía frotando el dedo sobre el cuadrado de dirección, y golpeaba su doble clic para abrir puertas y ventanas a un mundo exterior en el que la temperatura era variable, el aire corría entre los árboles, y la vista hacia el horizonte no tropezaba con el escaparate del comercio en franquicia que ofrecía camisetas y pantalones para uniformar una generación juvenil. De pronto levantó la vista, se estiró hacia atrás, con las manos en las cervicales, demasiado rígidas tanto tiempo y, por un momento, creí que me había descubierto espiando su pantalla. Pero no, fue un sólo instante que aprovechó para pedir otra botella de agua. Yo disimulé con el periódico del día, abierto sobre la mesa, con sus manchas de grasa y con las páginas desajustadas, como todos los periódicos de café; me di cuenta de que estaba en las páginas de deportes, un espacio donde nunca suelo caer. Lo dejé cuando llegó la hora de entrar al cine. Cuando salí, un par de horas más tarde, las mamás ya había recogido a sus pollitos, la clientela había variado, las tiendas estaban a punto de cerrar, los jóvenes habían comprado la provisión necesaria de ropas y complementos de consumo. El muchacho de la mirada difuminada todavía seguía allí, sentado, absorbido por la pantallita hipnotizante. Durante todas aquellas horas vivió la ficción de haber estado en una sociedad, de compartir la vida con muchas gentes, conocidas y desconocidas, tan solitarias como él, de haber estado en una biblioteca de saberes infinitos, de repasar la vida del mundo. Pero en el proceso había perdido la mirada.

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