jueves, 31 de marzo de 2011

Patrimonio nacional

Diario de Pontevedra. 30/03/2011 - J.A. Xesteira
Hace años me robaron el monedero en el metro de Madrid. De manera perfecta, profesional, el ladrón sacó mi monedero de un chaleco de aquellos de mil bolsillos sin que me diera cuenta. Adivinó donde estaba y se llevó cincuenta pesetas y un cupón de la Once (que por cierto, no fue premiado) La mala leche que me quedó no fue por la pérdida económica, sino por la impotencia de no haberme dado cuenta, la sensación de inutilidad y de insignificancia que nos queda cuando somos víctimas de un robo, por grande o pequeño que sea. La impunidad, la indefensión, la amargura de la víctima es lo más duro del robo, aunque sea de un monedero en el metro de Madrid. Hace unos años recordaba esta anécdota de delito menor cuando los vecinos de Sada reclamaban la devolución de las tierras que les habían sido robadas durante la guerra civil (en 1938) para regalárselas al “invicto caudillo” Franco como una donación del pueblo de Galicia hacia quien iba a ser generalísimo bajo palio episcopal durante muchos años. El supuesto regalo era, en realidad un robo legal a las gentes que tenían fincas alrededor del pazo de Meirás, comprado por una cantidad ridícula (según los herederos de sus propietarios de entonces) para regalo de las elites franquistas (estómagos agradecidísimos) al general que estaba a punto de ganar la guerra. La suma recaudada por “suscripción popular” fue de 9.000 pesetas de aquellos años, una fortuna que se reunió peseta a peseta de todos los vecinos, incluidos funcionarios municipales, so pena de ser sospechoso de republicanismo, rojo o izquierdoso (con lo que eso suponía en plena guerra) Es decir, que el regalo que colgó medallas de los próceres coruñeses (incluido el título nobiliario del conde de las Fuerzas Eléctricas del Noroeste Sociedad Anónima, despropósito heráldico donde los haya) se perpetró por el sistema de “o si o si”. Todo eso es material de hemerotecas, dato estadístico registrado en los periódicos de la época y en los libros consiguientes de la larga colección de rescatar, glosar, lamentar, describir, alabar, penar o fantasear la guerra más civil de España. Son datos sin más. Pero hace unos años, cuando los vecinos de Sada y Oleiros reclamaron devoluciones que nunca llegarán, y mientras se hablaba de que el pazo iba a ser abierto al público, me venía a la memoria la sensación del monedero robado: la impotencia, la tristeza, la indefensión, el ninguneo, la prepotencia de los poderosos, y la imposición a aquel “pueblo gallego”, que maldita la gracia que le hizo que le robaran sus fincas para que el Caudillo tuviera su palacio de verano, donde celebrar sus consejos de ministros antes de ir a pescar un cachalote en el Océano Atlántico. Las expropiaciones forzosas de fincas y casas, las amenazas más o menos veladas y los silencios impotentes son más dolorosas que el bien perdido en el expolio. El regalo fue nominativo, para Franco y su familia, que son, actualmente, los titulares de la propiedad. Con el tiempo se fueron añadiendo bienes depredados, “regalados” o trasladados forzosos al patrimonio. La señora de Franco tenía fama, dicen que merecida, de dejarse “regalar” aquellos objetos en los que ponía el ojo de hábil tasadora. Al respecto recuerdo una visita a una iglesia románica de la zona de Muxía, en la que su párroco me contó como una pila bautismal de indudable interés histórico-artístico, fue cargado una mañana en un camión del Ejército por soldados al mando de un sargento. ¿Destino?: Meirás y no volverás. No fue la primera vez que los ilustres próceres regalaron lo que no era suyo. Hay otro ejemplo, sin salir de Galicia, la Isla de Cortegada que el pueblo de Vilagarcía de Arousa “regaló” al rey Alfonso XIII y que después pasó a una empresa que se la compró a Don Juan de Borbón con la intención de construir una urbanización. Al ser declarada parque natural, la cosa acabó como el rosario de la aurora: la urbanizadora quiso una indemnización y la Xunta tuvo que pagar 1,8 millones de euros por la expropiación. Es decir, el “pueblo gallego” pagó dos veces por la finca, una cuando la regaló por suscripción popular y otra, cuando la expropió. En todos los casos, los que hacen el regalo en nombre del pueblo acaban recibiendo títulos, medallas, nombres de calles y, lo que es mejor, gozan del beneficio del negocio bien hecho, son próceres ilustres y bendecidos por el poder y sus regalías. Estos días vuelve a estar de moda el pazo de Meirás, abierto al público curioso. La sociedad ya ha engendrado un grupo específico que es el de “los que van a ver lo que está de moda”, ya sea el Guggenhein, un museo de pintura romántica, la casa de las ciencias de cualquier sitio, un parque temático o un pazo de Meirás; el interés está en la propia excursión y en fotografiarse delante o dentro del recinto, nunca en lo que encierra el propio recinto. Y allí estuvieron los curiosos, la prensa y los guías. Al parecer, lo que encontraron les decepcionó. No sé que pensaban encontrar, pero no había nada morboso, ni parafernalia imperial ni historia de España. Aquello era un lugar de paso, veraniego e incidental. No era un sitio estable donde se pudieran acumular esos detalles que conforman el paso del tiempo histórico. Lo que pudiera haber de valor probablemente fue puesto a buen recaudo. Meirás es un lugar vacío, sin historia. Como la memoria de este país, que se resiste a reaparecer y aclararnos el pasado. La historia de Meirás está en los libros y las hemerotecas, en la impotencia de los expoliados por los ilustres mandamases de la época, no en el cascarón vacío del pazo. Y esa memoria no dejarán que aflore, y al poco que cualquiera (léase Garzón) intente darle la vuelta a los crímenes que fueron, enseguida aparecen gritos de que el pasado hay que enterrarlo, que el tiempo ya lo ha solucionado. No es cierto. Como decía John Lennon, “El tiempo hiere todas las curaciones”.

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