jueves, 3 de marzo de 2011

Derribemos a los viejos amigos

Diario de Pontevedra .02/03/2011 - J.A. Xesteira
Desde hace unas semanas estamos asistiendo a un fenómeno insólito en lo que llamamos mundo árabe y que comprende a los países del norte de África y el Oriente Medio, un lugar inconcreto de confusa situación en el mapa (para la mayoría del personal es difícil situar países como Kuwait, seguramente porque los medios de comunicación hace tiempo que abandonaron su obligación de educar a los lectores o contempladores de sofá). Asistimos como espectadores privilegiados a la revolución de los sistemas establecidos. Vemos a la juventud de esos países que englobamos en el genérico de “los árabes” protestar en las calles, agitarse en las plazas, protestar en las avenidas que tienen nombres de viejos dictadores. Si la calle siempre ha sido el escenario natural de la revolución, en el caso del mundo “árabe” es doble. La primera impresión que tiene el viajero cuando anda por países como Marruecos o Túnez es que la gente no tiene otra cosa que hacer que estar en la calle, en las terrazas de los cafés, viendo como pasa el tiempo; el ritmo es lento, no hay prisas, y las ciudades tienen espacios suficientes para que la gente se encuentre y hable. Cuando me refiero a gente, casi siempre es el hombre el que ocupa el aire libre, la mujer, ocupa el lugar interior, la casa. El mundo árabe siempre está en la calle, en los cafés, para hablar, para fumar, para comentar, para tomar te y volver a hablar, fumar, comentar. En las plazas, en las calles, los jóvenes hablaban, se lamentaban de la falta de futuro, veían en las televisiones de antena parabólica que al norte había un mundo distinto, en el que se vivía de otra manera. Y eso, unido a la aparición de las calles virtuales, a las plazas de las redes sociales en las que se puede hablar de todo, cambió el estado de las cosas. Para el mundo árabe viejo, la vida era una constante aceptación de camino ya trazado. Lo que se cuece en las alturas eran designios de lo alto, la aceptación sumisa de un destino contra el cual no se podía luchar. El emperador (presidente, primer ministro, jeque, rey, sultán o lo que fuera) era una figura superior, y, en casos como el de Hassán II de Marruecos, era, además imán del profeta, es decir, dueño de cuerpos y almas. Las cosas eran así y se perpetuaban sin posibilidad de cambio. Por encima, el resto del mundo actuaba como cómplice y protector; las grandes potencias mimaban a los pequeños emperadores porque hacían buenos negocios con ellos. Pero, de repente, los jóvenes descubren que el emperador estaba desnudo, como en el cuento, y salen a la calle, donde siempre estaban, a decir que ya estaban cansados de tanto aguantar, que la calle era suya desde hacía años y que en ella iban a pedir que cambiaran las cosas. Y ahí estamos. Cayó Ben Alí, cayó Mubarak y Gadafi caerá un día de estos. Y parece que la veda sigue abierta; sitios que son difíciles de localizar en el mapa, como Omán, Yemen, Bahrein y la mismísima Arabia Saudí, feudos de reyes de película antigua, asisten al levantamiento de la gente que estaba sentada en el café, coge su bandera y se lanza a protestar y pedir que la cosa cambie, comenzando por echar al rey de turno. Y en ese momento, la prensa mundial se pone de parte de los clientes de los cafés, de los que protestan en las calles, y le llama tirano o sátrapa (una palabra que utilizan sin ver primero en el diccionario) a Gadafi, después de 41 años llamándole coronel. Porque ese es el drama que comienza ahora como la peliculita del Aprendiz de Brujo en la que Mickey Mouse multiplica las escobas y crea un caos que no puede controlar. Ahora mismo la revolución en el Magreb y el Oriente Medio es imparable, pero no porque los jóvenes estén en las calles (que también) sino porque las grandes potencias decidieron cambiar de interlocutores. Gadafi era hasta ahora un cliente privilegiado de Italia y Alemania, tenía negocios en Gran Bretaña y España, posee gran parte de las industrias europeas y bancos italianos y, como todos los tiranos del mundo, ingresa sus cuentas opacas en países estables (Suiza vive de eso). En 1998 incluso fue visitado por Fraga Iribarne con una comisión de empresarios en uno de aquellos viajes que le tocaba mucho las narices a Aznar. Pero desde aquellos tiempos, cuando el líder libio era enemigo de todos (menos de Fraga) pasaron muchas cosas, se convirtió en gran aliado de EEUU y fue invitado de honor del G-20 en su última reunión de Italia, la bochornosa reunión de Berlusconi en L’Aquila, después del terremoto. Y, de pronto, cuando se ve que va a perder, la ONU, que no se mueve para ningún conflicto conflictivo, lo declara fuera de la ley, le confisca sus bienes y anima a las potencias a que apoyen a los revolucionarios. Y no se hacen esperar, todos hacen leña del árbol caído que buena sombra les daba hace tan sólo unos días. Todo es un enorme negocio con el petróleo y el gas al fondo. No hay más. Los jóvenes revolucionarios triunfarán, los generales que ayer desfilaban delante de los sultanes y los líderes carismáticos, tomarán el poder, cada uno sacará su tajada de la nueva situación y, durante años, las cosas podrán mejorar porque a peor no podían ir. Se invocan grandes conceptos, como la democracia (hasta ahora eran considerados países democráticos) incluso en Kuwait, un reino absoluto que no hace tantos años defendimos los españoles “para salvar la democracia” (consultar hemerotecas) pero que a día de hoy sigue siendo un país propiedad de un rey, un país al que, por cierto ha viajado Juan Carlos I de España hace unos días. Seguramente dentro de unos años, mis nietos leerán en la prensa que los jóvenes de algunos países saldrán a la calle contra los que gobiernen a partir de ahora estas nuevas democracias. Occidente juega en Oriente Medio y el Magreb una partida de rol o de estrategia, en una “plaiesteixon” global que, desgraciadamente, no es virtual aunque se combata con teléfonos móviles y ordenadores y redes sociales, sólo para ganar puntos y hacer buenos negocios con el que gane la partida a los viejos dictadores. Como siempre.

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