J.A.Xesteira
Pasó el 8-M. Todos apoyaron a todas, todos se hicieron feministas por un día, todos vieron como todas salían a la calle a reivindicar lo mismo que se reivindicaba hace cuarenta y tantos años. Buenos, todas, no, sólo las de toda la vida, no todas las mujeres son feministas, aunque todas lo afirmen; si así fuera habría claras contradicciones entre lo que se supone que es el feminismo (y que tiene unas cuantos derechos muy simples que exigir) y lo que muchas políticas (mujeres políticas) afirman que es “su” feminismo, un eufemismo para no contradecir los principios básicos de varios partidos políticos, fundados todos, no lo olvidemos, por hombres con mando en plaza y pretensiones de llegar al Poder, un lugar donde nunca estuvo una mujer y sólo en los últimos tiempos encontramos mujeres en los círculos más altos (por ahora no habrá reina ni presidenta), un poco por parecer modernos, otro poco por el empuje de la mujer en la sociedad y otro poco por ganarse un voto necesario de la cesta de los votos marginales; en otro tiempo esa cesta estaba llena de los votos de mujeres, homosexuales –hoy LGTBI–, ancianos, inmigrantes y otras minorías menores; hoy esa cesta ya no es un lugar donde meter la mano, aquellas marginalidades son ahora una base de votos que no se pueden perder, y por eso el pasado 8-M hemos visto a los grandes líderes y pequeños lideritos hacerse feministas por un día: todos mienten, están en campaña y la del feminismo es una de las mentiras de la larga lista de todo lo que tendrán que mentir en estos dos meses de largo recorrido hacia las urnas; posiblemente el resto del año tendrán que contentar a otras cestas de votos, principalmente a la de las grandes financieras que son, en el fondo, las que cortan un bacalao antiguo. El 8-M pasó y las mujeres (y hombres) que lo reivindican saben que el resto del año tienen que seguir a pie de obra, porque después de las fiestas la gente se olvida. Pasó el día, pasó la romería. Un día para celebrar cualquier cosa y una cuaresma para padecer la realidad.
Con la Cuaresma también entró la borrasca y se llevó las alergias. Y llovió un poco para que no lo olvidemos. También pasó el Carnaval, la fiesta de los locos que antes era una cosa popular, prohibida durante el franquismo (la iglesia católica tenía el poder y la gloria de prohibir lo que le diera la gana, por algo tenía al dueño de toda España bajo un palio sonrosado de la luz crepuscular –disculpen el toque de bolero rancio–). El viejo carnaval se ha convertido en un desfile de espectáculo y carroza en las calles, un carnaval para contemplar en lugar del viejo carnaval para participar. El espectáculo ganó en pompa, pero perdió la vieja espontaneidad que se guarda en los pueblos y aldeas (aunque filtradas ya por la declaración de interés turístico). Los politicos también se apuntan al carnaval (y no vale el chiste fácil) y presumen de grandes desfiles, pero, que le quieren, echo de menos a las viejas mascaritas de rúa, los merdeiros que se tapaban con cuaquer ropa vieja para ser otra cosa distinta de la realidad diaria.
El miércoles de ceniza clausuró la locura alegre y trajo la seriedad aburrida. La cuaresma; cuarenta días de penitencia y reflexión sin comer carne ni caldo de carne hasta la semana santa. Claro que eso si usted es católico y estrictamente observante de su doctrina; en el caso contrario, la cuaresma no es más que una anotación sin importancia, y la semana santa unas vacaciones para acabar el invierno, que vienen muy bien a todos: dejémonos de tristezas, que no hemos venido a esta vida para sufrir. Pasaron los carnavales pero los políticos mantienen el ritmo frenético en unos pseudomítines concebidos para las televisiones y para colgar en red; el nivel de mendacidad es increible, aunque la gente votadora, paradójicamente, se lo cree. La cantidad de afirmaciones sin fundamento, claramente falsas que hacen circular, desde las televisiones encadenadas hasta los grupos de adictos al “feisbuk” o “guasaps”, aumenta cada día en proporciones mastodónticas. Y eso que todavía no estamos oficialmente en campaña. Parece como si el libertinaje carnavalero se trasladara a la cuaresma triste y convirtieran el tiempo de penitencia en una orgía de promesas electorales y de acusaciones insultantes a “esos”: los rivales.
Después de ver a los principales líderes acusar con una sonrisa juvenil de joven-promesa-con-mucho-futuro a los de enfrente (jovenes y promesas del mismo calibre) uno queda perplejo. ¿Merecíamos esto? ¿qué hicimos para ello? Si nos dedicáramos a la reflexión cuaresmal y volviéramos al catecismo del padre Astete, lo entenderíamos; fueron nuestros propios pecados políticos, sociales y económicos los que han creado a estos personajes, y por lo tanto, una semana antes de las jornada electoral, la semana de pasión y muerte, deberíamos marchar todos los votantes con un cirio en la mano haciendo examen de conciencia, contricción de corazón, propósito de la enmienda (a la totalidad) y cumplir después la penitencia, que nos va a durar cuatro años si no hay por medio una moción de censura, unos pactos más aliñados o unas elecciones anticipadas. Porque la democracia, que conocíamos como la elección de la minoría gobernante, se ha convertido en un tejemaneje de chamarileros.
Tenemos una dura cuaresma por delante en la que los ritos católicos y los ritos electorales se han perdido. La cuaresma es un carnaval moderno, donde los ciudadanos votantes, en lugar de participar de la fiesta de la democracia, vestidos de máscarita-me-conoces, nos dedicamos a ver pasar las carrozas de los lujosos politicos, vestidos con los mejores disfraces de demócrata-liberal-de-centro, todos un poco piratas, llegado el día de la mujer todos se visten de destrozona por un día, en la semana santa todos salen en procesión y el día de las elecciones todos sonreirán como aquel viejo anuncio del netol. Los ciudadanos, simplemente veremos la banda pasar cantando coplas de amor. Seguiremos como putas en cuaresma (ver diccionario de la RAE).
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