viernes, 25 de enero de 2019

Leo que no se lee

J.A.Xesteira
Leo por ahí, en un periódico, que no se leen libros en Galicia, que estamos a la cola de España en la compra de libros (fuera los de texto, obligados) que las bibliotecas públicas son las peor valoradas de España y –lo más grave– que los menos lectores son los jóvenes de 15 a 18 años. Un dato significativo: el libro de papel sigue como base de lectura muy por encima del libro digital. Al leer esa noticia me vino a la memoria un reportaje que me encargaron nada más llegar de periodista a Vigo hace todos los años; había que investigar unos datos que año tras año se repiten y que abundan en la teoría de que los gallegos leemos poco (dentro del contexto español, uno de los peores panoramas para el libro de Europa). Por aquel entonces el dato alarmante era la investigación que la asociación de libreros de España había realizado en la mayor ciudad de Galicia, con un “hinterland” (era la palabra de moda en aquel momento) de pueblos con potencial muy grande; la asociación de libreros quería saber por qué en Vigo se habían cerrado aquel año más librerías que en el resto de España. Así que me fui preguntando por ahí. El resultado era deprimente; en tiempos en los que todavía no exisitían las grandes superficies libreras, las librerías locales sobrevivían vendiendo papelería, artículos de regalo, especializándose en libros técnicos…, o cerrando. Hubo un caso manifiesto en el que un librero de corazón acabó por convertir su librería en ¡una taberna!, confesaba que tenía más clientes y que las tertulias habían aumentado. Desde aquellos tiempos hasta ahora las librerías continuaron existiendo en precario, muchas cerraron, aparecieron grandes áreas con librería incorporada o franquicias totalitarias; pero la librería clásica, con librero o librera al frente, que sabe lo que se trae entre manos y no pone cara rara cuando pides un autor que no está de moda, esas son especie desprotegida en un país de cultura general tirando para abajo (pueden comprobar el nivel cultural encendiendo el televisor, cualquiera cadena y cualquiera comunidad).
Los que tenemos librería de cabecera, con personas con las que conversar, nos dolemos de esta situación. Leo también que en Madrid cierra la librería más antigua de la ciudad, a la que iba Ramón y Cajal de tertulia. Un pecado de lesa cultura. Si la política cultural de este país es capaz de rescatar una capilla en ruinas porque es del siglo cualquiera, que menos que salvar una librería, que vale más que todas las capillas inútiles del siglo cualquiera (con todos mis respetos para la inutilidad de las capillas de siglos pasados). Leo en mi e-mail un mensaje de la Librería Bertrand portuguesa que me informa de que su tienda del Chiado lisboeta es la librería más antigua del mundo, y que ha sido declarada patrimonio cultural; si a esto añadimos el detalle de que la librería portuguesa Lello e Irmão tiene cola para ver las escaleras de Harry Potter, hay que convencerse de que Portugal es otra cosa. Los políticos portugueses seguramente leen, los españoles, no, “y a las pruebas me repito”: su nivel es del “Marca”. Si se establece una comparativa entre las bibliotecas públicas gallegas (me consta que el personal de las bibliotecas públicas es competente y entregado a la causa, siempre enfrentado a la incultura generalizada en los municipios) y las portuguesas, entendemos la situación de colistas de España.
Es una cuestión política, no comercial ni económica. Los otros dos datos que apuntaba al principio, la edad de los no-leyentes y el fracaso (quizás sólo momentáneo) del libro digital, me llevan a otro punto. Por lo que se ve, aquí leen los niños (el libro infantil está salvando muchas editoriales) y los viejos, además de las mujeres, que tienen cada vez más estanterías dedicadas (equivocadamente) a ellas, con pseudolibros para ayudarse a comer, a vivir sin problemas y a creer que están leyendo una novela de verdad (sólo lo es en el tamaño y el aspecto, lo de dentro es de escasa importancia) Los libros digitales no avanzan y dejo al criterio de los expertos interesados (yo ni soy experto ni estoy interesado en literatura en pantalla) los porqués. Pero sí se puede apuntar el detalle de que los chavales y chavalas que no leen es porque sí están “digitalizados”; tienen la vista ocupada en las pantallitas, que manejan con ese dedo pulgar que antes nos distinguía de los animales inferiores (el dedo oponente) y que ahora sirve para guasapear. La chavalada lee, pero lee lo que le sale de las redes sociales, que al principio era divertido, un jijí-jajá, pero que ahora comienza a ser peligroso. Los políticos creyeron que tenían que estar en las redes para dirigir a la ciudadanía, y la ciudadanía fue engañada por las mismas redes, manipuladas, para creerse todo lo que sale por ahí. Ya hay señales de alarma; hace días el líder de los verdes alemanes, la gran esperanza de la política teutona, anunció que dejaba lass redes, sostiene que Twitter ejerce una influencia negativa en el debate público; en otro sitio, Portugal (volvemos al lugar del crimen) el cantante más de moda, Antonio Zambujo, anunciaba hace días en una entrevista que también dejaba las redes sociales (“deixei de ter redes sociais, a bem da minha sanidade mental; hoje está a tornar-se uma arma poderosíssima contra a democracia.”
Siempre creímos que un libro nos haría mejores. Sabemos que vivimos tiempos difíciles para la cultura. La literatura no nos va a salvar de los grandes males del momento. Las redes sociales, tampoco (puede que sean parte de los males del momento), pero es evidente que los políticos, personas que siempre están con un teléfono en la oreja pero nunca con un libro bajo el brazo, podrían leerse algo. Sugeriría a la izquierda, tan deconstruída, que leyera el libro de Boaventura de Sousa, que es muy breve y útil; a la derecha le sugeriría simplemente que leyese un libro; a todos los ciudadanos, simplemente que leyeran algo que no esté en la pantalla sino en el papel

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