viernes, 4 de enero de 2019

Noche de magos, dia de reyes

 J.A.Xesteira
La noche más noche de todas, la de los Reyes, por la cantidad de connotaciones familiares, sueños infantiles y fiesta feliz, es una historia creada a partir de un relato evangélico, simple y breve. Como todo lo que sucede en las religiones, se inventan tradiciones a la carta para asentar el poder religioso (como aquel decreto que rezaba: “a partir de ahora comienza la tradición de…”) y todos los creyentes piensan que lo tradicional es así de toda la vida y que lo que se cuenta, sucedió. En realidad. En los evangelios sólamente Mateo habla de unos magos con el oro, el incienso y la mirra; los demás evangelistas no lo cuentan. A partir de ese simple párrafo, los años fueron creando una fiesta feliz en el sur de Europa, en la que la noche trae regalos con dos blancos y un negro, que se afanan para que la mañana sea una maravilla. Una buena fantasía positiva y alegre. La historia es básicamente española y de la América conquistada por España. La Epifanía se hizo tan importante en el folklore religioso que los que eran magos pasaron a ser reyes, con sus mantos de armiño y sus coronas, acordes con los tiempos en los que los reyes eran piedras angulares sobre las que trabajaban los siervos y los súbditos.
Pero el paso del tiempo cambia los conceptos y esos reyes de coronas, tronos y capas de armiño quedan relegados a las cabalgatas municipales, con tirada de caramelos y disneylandias locales, y a las fantasías infantiles. Los reyes de ahora ya no van en camellos y elefantes (es más, los elefantes deberían guardarse mucho de los reyes) y el papel monárquico es de difícil encaje en muchos gobiernos y países. En el mundo sólo queda un imperio, el del sol naciente (un bello nombre para un extraño y tecnificado país) y un emperador. En el resto del mundo, los reyes funcionan adaptándose a los tiempos, como los coches, que pasan de diésel a eléctricos, todos juegan con ser monarcas parlamentarios, algunos de dudoso encaje y otros, manifiestamente absolutistas. Quedan en el mundo sólo 25 países que se definen como monarquías, 25 reyes o reinas que no regalan nada en las noches de epifanía; más aún, reyes que viven de los impuestos de los padres de los niños con ilusiones. Países que van desde pequeñeces principescas como Mónaco (un país-empresa) hasta absolutismos como Marruecos, pasando por todo tipo de organizaciones políticas, desde democracias hasta totalitarismos de las mil y una noches. En Europa, que es la zona del mundo donde perviven viejas monarquías que se repartieron desde hace siglos los territorios, colocando a los representantes de sus marcas registradas (los Borbones, los Austrias, los Hohenzollern, los Battenberg…) tienen que hacer equilibrios para ir por la senda constitucional sin salirse del camino, so pena de quedarse en la cuneta. Los europeos mantienen un estilo occidentalizado, basado en las viejas normas británico-prusianas; desde la pompa y circunstancia británicas hasta la modernidad aparente de los escandinavos, pasando por los principados minusculos. Después están los exóticos, los de Oriente (que tampoco traen regalos) o los de las antiguas colonias. Todos son reyes, cada uno en lo suyo; a fin de cuentas es tan reina Isabel II de Inglaterra como el rey de Tailandia o de Suazilandia; para ello solo necesitan un trono, una corona, súbditos y mantener lejos un golpe de estado o una guillotina.
España, es la única democracia que mantiene a dos reyes en activo, una rareza más que añadir a un país raro como España. Durante toda la democracia hemos tenido como rey a Juan Carlos I, empleado para tal menester por el anterior jefe de estado, un dictador militar golpista que inventó, entre otras muchas fantasías, la democracia “orgánica” y designó como sucesor a un rey. Hay que reconocer que como esperpento, no hay nada que gane a la Marca España. Un buen día, el rey de España decidió que ya había cotizado bastante y pidió la jubilación, con contrato de relevo para que lo sucediera su hijo, pero como somos originales, decidimos que el jubilado pasara a ser Emérito, con el mismo rango y parecido sueldo, para hacer las mismas cosas que hacía antes (aquí se abre paréntesis para que cada cual imagine lo que quiera). Y viene su hijo, Felipe VI, un joven bien presentado y con la seriedad que impone su cargo. El rey padre era un monarca de su tiempo, de estilo “jamesbondiano”, como aquellas películas de la guerra fría con gente elegante espiando y tomando copas; en su reinado hubo jeques árabes, empresas millonarias tipo Espectra que querían adueñarse del mundo (al menos del petróleo, las concesiones de gas o la construcción de ferrocarriles en desiertos lejanos) había rubias con glamour, carreras de motos y coches, esquíes en Chamonix, yates, esmóquin y cócteles batidos, no agitados. El rey hijo es más circunspecto, soso, casi diría, más acorde con su tiempo, como una película en serie ideada para un canal de televisión de pago; un rey sin acción, aburrido. Y el caso es que el trabajo de ambos es el mismo: presidir varios actos protocolarios, asistir a eventos e inauguraciones y poco más. El rey padre participó en 24 actos durante 2018, como corridas de toros, partidos de fútbol, misas e inauguraciones varias. Por todo ello cobró del erario público 194.232 euros. El rey hijo participó en 187 actos oficiales, entre ellos inauguraciones varias, presidencias y comparecencias y el discurso de Nochebuena, por lo cual cobró  242.769 euros.
Seguramente será fácil hacer chiste demagógico populista de estos datos, pero no viene a cuento. También es dar argumentos a los republicanos para sus aspiraciones de país futuro. Tampoco es mi intención, un presidente de república viene a salir por el mismo precio (claro que podemos quitarlo y poner a otro, pero esa sería otra historia de España). Un rey necesita a los ciudadanos para ser rey, pero los ciudadanos no necesitan a un rey para ser ciudadanos. Los únicos que sólo necesitan niños con fantasía para existir son los magos de oriente, y esos si que son importantes.

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