viernes, 18 de enero de 2019

Cine y lenguaje

J.A.Xesteira
El estreno de la película “Roma” de Alfonso Cuarón ha generado polémicas antes de su estreno, en su estreno y en el postestreno; y todo eso sin que nadie (yo incluído) haya visto la película, que se pasa de refilón en escasos cines, sólo como condición para acceder a premios, ya que es una película para la televisión, y no toda televisión, sino “esa” televisión. De todas las polémicas, la más curiosa es la referida al doblaje subtitulado de mexicano a español, como si fueran lenguas distintas, de forma que –por ejemplo inventado– si un personaje dice chícharo (cosa que entenderíamos perfectamente en Galicia) en la parte de abajo de la pantalla pondría guisante. Lo absurdo de la situación alcanzó incluso al propio director, que se cabreó y dijo que él veía a Almodóvar en su versión original. La polémica, como todo lo que se refiere a cultura, dura poco y alcanza a un espacio reducido de la sociedad, pero puede servir para retomar el viejo tema del lenguaje y utilización del mismo como instrumento para controlar al personal. Como ya dije muchas veces, Humpty Dumpty, el cabeza de huevo del libro de Alicia lo explicaba muy bien: “El que tiene el poder tiene el poder sobre el significado de las palabras”.
No hace falta ser un erudito de cinemateca para saber que en España siempre se doblaron las películas, mientras que en Portugal, por ejemplo, se funciona con subtítulos. Hay quien dice que por eso en Portugal hablan más inglés que en España, lo cual es falso, como la afirmación de que en Europa cualquiera habla inglés, mientras que en España, no. En Portugal, como en Europa hablan inglés los mismos que en España, las generaciones jóvenes y los que necesitan del inglés para vender copas y turismo. El resto vamos por la vida con medio conocimiento chapucero (por otro lado, cualquier español habla más inglés que un inglés habla español).
El doblaje y los subtítulos siempre se han utilizado como ejercicio del poder del personaje de Alicia. En España se doblaron las películas porque así se hacía en Alemania e Italia como ejercicio de poderío: primero, la lengua del imperio. En Portugal, que era una dictadura pero, además, era una república anglófila, prefirieron las versiones originales con subtítulos. Ambos métodos eran facilmente manipulables, en los doblajes el protagonista decía lo que querían los censores, y en los subtitulados se escribían lo que querían otros censores. Esto funcionó así y aprendimos a conocer por las voces a los grandes actores de doblaje, que ponían timbre a las estrellas de Hollywood. Pero un día llegaron las versiones-originales-subtituladas y, ¡oh desgracia!, descubrimos que Humphrey Bogart no tenía aquella voz, sino que hablaba como el Pato Donald. Sucedió que una película francesa, “Los paraguas de Cherburgo” era totalmente cantada en francés, y por lo tanto no se podía doblar porque los diálogos eran cantados; y en una escena en que el protagonista dice “¡Merde!”, palabra casi universal, el subtítulo decía “¡Maldición!” o algo por el estilo. Y ahí, después de la carcajada, nos dimos cuenta de que habíamos sido estafados: nos habían dado gato doblado por liebre original.
Mi generación y varias posteriores fuimos educados en el cine, el templo donde aprendíamos de forma ritual tantas cosas que no venían en los libros, pero como las palabras, todo estaba manipulado, aunque eso ya lo intuíamos. Los indios hablaban en infinitivo y los negros hablaban “en negro”. Y aprendíamos aquellas frases cinematográficas que después hicimos nuestras; no las famosas clásicas que la cultura progresista acuñó como sello de la intelectualidad (como la sobada “Siempre nos quedará París”, que es una cursilada de medio pelo), sino las de verdad, las que aprendíamos para después soltar entre los nuestros, nuestro grupo, nuestra clase existencial, como aquel “¡Yo de ti no lo haría, forastero!” o “¡Hombre blanco hablar con lengua de serpiente!”. Aprendimos textos pronunciados en español por actores americanos, franceses o italianos, que hablaban español académico, no el que hablábamos en la calle, menos cuando cantaban, que ahí había un salto en la banda sonora y el (o la) que hasta ese momento hablaba en castellano, comenzaba a cantar “If I were a richman” o “¡The hills are alive with the sound of muuuusic!”.
Pero la cosa cambiaba cuando se trataba de cine mexicano, que tuvo su gran momento en los años cincuenta; ahí no había doblaje, porque ellos hablaban como nosotros, aunque le llamaran mesero al camarero, mucama a la criada o lisensiado a cualquiera. Y, por encima, llegó Cantinflas, que no solo hablaba mexicano, sino que se inventaba un lenguaje propio metido en un discurso imposible (el gran cómico aportó una palabra al diccionario de la Real Academia, “Cantinflear: Hablar o actuar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada con sustancia”). Y nosotros fuimos educados con el humor y el palabrerío de Cantinflas, un personaje universal cuyos parlamentos podrían utilizarse perfectamente entre los políticos pasados, presentes y futuros (“El cohecho es un hecho contrahecho al que no hay derecho, hombre”, decía). Y no hizo falta traductor ni subtítulos.
La polémica de “Roma” se produce en un momento importante, más de lo que parece y más de lo que se va a discutir. Sin meternos en las lenguas de los países que conforman el Estado español, el castellano se habla mal y se escribe peor. Los medios de comunicación no utilizan los filtros adecuados y dejan colar cualquier neologismo aunque no sepan su verdadero significado y mientras “testamos”, “chequeamos”, “clicamos” o “reseteamos”, traducimos la lengua de los mexicanos, que es la nuestra aunque conserve palabras que nosotros ya hemos olvidado hace siglos. Se exige un castellano “neutro”, una cosa como de lenguaje de televisión. No sé como será el español hablado del futuro, pero no será “neutro”. La era digital está pariendo palabras nuevas, pero tenemos la obligación de guardar las palabras viejas, porque nunca se sabe si pueden volver a servir. Porque todo vuelve, y el sistema prefiere contar la Historia con doblajes y subtítulos, manipulados para que nuestra memoria histórica sea una película subtitulada y volvamos a cometer siempre los mismos errores.

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