viernes, 11 de enero de 2019

El año que vino

 J.A.Xesteira
La memoria suele ser frágil y selectiva, y estos días, que todo el mundo habla de que no recuerda tanto frío (nos olvidamos rapidamente de los fríos pasados) debo admitir que no recuerdo un cambio de año con tanta gente pesimista. Por todas partes escucho discursos de que este año va a ser mucho más duro que todo lo que recordemos (que no es mucho). Quizás sea porque me relaciono con gentes de generaciones caducadas o a punto de entrar en la gran reserva, pero el pesimismo parece ser la nota dominante de lo que se nos viene encima ahora mismo. ¿Hay motivos para ello? Siempre los hay, el mundo gira y da vueltas, y hay momentos en que estamos arriba y otros abajo. La única nota original de este año es que la velocidad del imperio dominante, el de las comunicaciones y las redes de enganche son cada vez más veloces y omnipotentes. El mundo, que en la famosa novela de Ciro Alegría era “ancho y ajeno”, es ahora mismo estrecho y propiedad privada de una serie (pequeña) de detentadores de poderes invisibles, que concentran la riqueza y a los que damos un nombre común denominador: neoliberalismo. En uno de esos discursos, frecuentes en las redes, del presidente uruguayo, Mujica, una persona que puede hablar con conocimiento de causa, comentaba el hombre que nunca se había visto tanta concentración de la riqueza como en estos tiempos, “es un mundo machete”, calificaba Mujica a la sociedad actual.
La sociedad parece vivir en el Nunca Jamás de Peter Pan o en el otro lado del espejo de Alicia; se sabe que las cosas pasan por ahí, que hay grandes desequilibrios, muchos más pobres, muchos más fugitivos de Africa, continente propiedad privada de las grandes estructuras depredadoras de sus bienes naturales; se sabe que el planeta se está transformando en un mierdal forrado de plástico, que el Sahara avanza rumbo a Madrid; se sabe que las cifras del paro se maquillan para que los políticos presuman de lo bien que lo hacen (una cosa es no estar en el paro, otra distinta, tener un trabajo estable, y otra más distinta, cobrar un salario digno); se sabe que el fascismo avanza a marchas forzadas ante la impasibilidad social, que nunca recuerda el pasado (ver Andalucía: al final, la derecha ocupa su espacio, no hay derechas distintas, hay una sóla, disfrazada para cada ocasión, pero siempre se encuentran en ese lugar ya conocido); se sabe todo, pero, como en el poema de Brecht, parece que eso es algo que afecta a los demás, nunca a mí (cuando me toque, será demasiado tarde). Nunca hubo tanto signo de la decadencia de este imperio, mientras el número de coches de alta gama aumenta, el lujo es la norma, la comida mental de las televisiones es un canto a lo accesorio, la política funciona en Twitter y consiste en hacer chistes y afirmaciones falsas que nadie pone en duda; en los parlamentos la política se reduce a insultos y a discusiones de patio de colegio. El mundo está de capa caída, en horas bajas. Nunca hubo tantos con tanta ostentación vana. ¿En qué momento nos hemos vuelto ricos? ¿Cuando nos apuntamos a la tribu de los triunfadores?.
Todos son síntomas a nuestro alrededor que abundan en ese pesimismo que palpamos y que prevemos, resumido en la frase más escuchada estos días: “esto no puede durar”. Un síntoma: la palabrería de los poderosos. Todos hablan, afirman, prometen, sentencian, explican, pero no son más que palabras que nadie se molesta en filtrar. Unos políticos hablan de lo que bien que va todo y lo que lo van a mejorar y otros afirman todo lo contrario. La iglesia católica, la vox dei, no es más que una palabrerío de buenos deseos sin acción alguna (los escándalos de pederastia crecen mientras que las condenas evangélicas se quedan en palabras). Pero todos los poderosos sonríen y eso siempre da que desconfiar.
Pero la ciudadanía no está mucho mejor. No hay cabezas ni sentido común, todo es una busca de un lujo externo que nos de acceso a una supuesta clase social superior, la posesion de bienes de consumo y, sobre todo el saber estar y ser en esa supuesta clase superior: para eso, como para elegir gobernantes, no hace falta ni cultura ni criterio, basta con conocer las palabras clave, que aparecen en internet, y dar a entender que se sabe de todo, de vinos, de gastronomía, de postureo en general, para creernos en la mejor de las sociedades. Todo eso hay que meterlo en un grupo de guasapos o en un tuiter adecuado, a la hora justa, y, si tenemos suerte, incluso algún informativo de televisión lo reproducirá en hora punta.
La estupidez es el síntoma más acuciante que está cambiando la sociedad para peor. Ni siquiera los delincuentes tratan de ocultar sus delitos, los graban con sus teléfonos y los ponen en la red, para que la misma polícia sepa que un imbécil va a 200 por hora, que un tonto se pone a disparar al aire en plena calle, o, lo que es mucho peor, que cuatro peligrosos desgraciados acaban de violar a una muchacha.
A la estupidez hay que sumar la vanidad, que suelen ir juntas. La botaratada del conocedor de vinos, de desgutación de los menús prohibitivos que unos vendedores de fantasías (respaldados por una marca de neumáticos) califican como arte. Otra falacia, juegan con la comida para consumo de tontos rimbombantes. Aquí tengo que sacar por fuerza la frase del italiano Aldo Buzzi (arquitecto, cineasta y escritor, incluso de libros gastronómicos): “En tiempos de decadencia, el culto a la cocina se vuelve excesivo”. Y eso es un síntoma, estamos en decadencia, el neoliberalismo (una forma fina de decir fascismo económico) lo cubre todo, la ciudadania está más atenta a los perros (hay millones, habria que fijar un impuesto por perro) y el consumo, y los tiempos que vienen no parecen que vayan a ser muy buenos para la lírica, ni para la épica, vendrán tiempos de prosa barata pronunciada por habladores sin criterio y mentirosos profesionales. Vendrán ya.

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