viernes, 2 de noviembre de 2018

¿Qué dirá el santo padre?

J.A.Xesteira
La república de Irlanda, la católica Irlanda, como tópicamente suele citarse, acordó en referéndum (allí es más fácil hacer referendos) que la blasfemia deja de ser delito penalizable, se queda solo en exabrupto más o menos educado. A estas alturas resulta curioso que mentar a lo divino de forma escatológica (evito con esta revirivuelta caer en la frase de Willy Toledo, todavía castigable en este país como ofensa no al dios de los católicos, sino a los católicos del dios) sea un delito contra la ley, pero todavía hay paises, entre ellos la Marca España, que criminalizan la blasfemia, como Austria, San Marino, Turquía, Reino Unido, Kazajistán o Alemania, por poner ejemplos, cada uno a un dios distinto, cada uno a su manera; hay otros países donde la blasfemia puede llevar al blasfemo a perder (literalmente) la cabeza. Los humanos tenemos tendencia a creer en dioses que imaginamos (los dioses pertenecen al terreno de la imaginación, por mucha teología que nos echen de comer) todopoderosos, infinitamente buenos, sabios, justos etcétera; y, sin embargo, con todo ese poder omniponente, consideramos que se molestan mucho porque un pobre mortal, en un momento de arrebato, por ejempo el clásico martillazo en un dedo, se cague en lo divino. ¿Un dios infinitamente grandioso se ofende por una tontería de ese tipo?  Hombre, no, de ser así, sería un dios un poco cutre, un dios tiquismiquis.
Pero, bueno, la católica Irlanda decidió que la blasfemia no era delito, que es algo que afecta a la totalidad de los ciudadanos irlandeses, aunque sí será pecado, que es algo que afecta sólamente a los cristianos irlandeses, con lo cual algo se sale ganando. Se trata de separar lo divino de lo humano, cosa que está más vinculada de lo que parece, sobre todo cuando se mezcla la religión con todo lo demás, la sociedad, la política, el dinero… Los que tenemos cierta edad (“cierta edad” significa viejo pero a lo discreto) recordamos tiempos en los que el poder y la gloria iban de la mano y ambos castigaban con la misma multa. Creo que conté en cierta ocasión una anécdota ocurrida en mi pueblo, en la posguerra española; un paisano fue denunciado por el cura por trabajar en domingo, el hombre, cuando fue amonestado se cagó en todo lo imaginable en un campesino de posguerra que sacha nabizas; en la multa, que está registrada en archivos oficiales, figura la imposición de una sanción gubernativa –aunque la denuncia fuera clerical– a don Fulano de Tal, por –agárrense– “injurias al Creador”. Eso es lo que se llama lenguage evangélico elevado a la categoría de código penal. Apuesto a que el sancionado aprendió la lección y desde aquella se dedicó a blasfemar en la intimidad. El dios del franquismo era un dios especial, tanto que derramaba su gracia en la pesetas sobre el Caudillo de España, sin que ningún papa dijera que aquello era blasfemo, y sin que ningún obispo se quejara de que aquel general de corta estatura y voz aflautada entrara bajo palio en las iglesias, como un Corpus Christi.
Los que tenemos esa cierta edad de viejos ya hemos visto muchos papas de Roma. Los hemos visto bendecir tanques fascistas; pedir publicamente libertad para un preso antifranquista (que fue ejecutado); los hemos visto convocar un concilio para ponerse al día (vano intento); los hemos visto morirse sin estrenarse, con sospecha de asesinato, con ahorcados y mafias de película de Coppola; vimos como un papa polaco daba besos a los aeropuertos de todo el mundo; y un papa alemán, que pidió la prejubilación y se retiró de la escena. Y ahora, Francisco, que habla bien, pide cosas sensatas, tiene sentido común, se le ve doliente, pero da la impresión de que los gobernantes de la iglesia, sus príncipes y nobles, lo toman por el pito del sereno. Se queja del trato a los inmigrantes en un país que regresa al futuro del fascismo y no le hace caso; se queja de las guerras que sólo sirven para un comercio de armas en el que está metida media Europa, que no le hace caso; se queja de la desigualdad de las riquezas del mundo, con los ricos cada vez más ricos, y los pobres, que cada vez son más y más pobres, pero tampoco le hacen caso, porque la riqueza, que se concreta en el Capitalismo en abstracto y en un surtido de nombres de corporaciones, en concreto, no está para hacer caso a papas que no mandan ni en los suyos. Y se queja desde hace tiempo Francisco de sus propios sacerdotes y obispos en los miles de casos de abusos a los niños que debieran proteger; los casos de pederastia siempre encubiertos desde hace años y que nunca obtienen la justicia debida (en sus propios evangelios tienen jurisprudencia suficiente al respecto, pero para ellos, los abusadores con sotana, el evangelio es puro arameo). Francisco se queja, se abate y por momentos se le ve envejecer. Pero la pederastia religiosa (más dura que una blasfemia y que, paradójicamente ningún abogado cristianao ejerce acción alguna contra los casos descubiertos) sigue saliendo a flote al cabo del tiempo. En la España católica acaban de aparecer casos y más casos que ya se conocían, se intuían o se sospechaban; nunca hubo un obispo español, desde los tiempos en que el Caudillo entraba bajo palio, que levantara la voz para denunciar todo lo que se sabía. Ahora aparecen, cuando las víctimas tienen la edad y el valor suficiente para contarlo. Pero no pasa nada. La vicepresidenta va a Roma para tratar del cadáver del Caudillo en la Almudena y el Vaticano, como siempre, no dice ni sí ni no, mientras los periodistas graciosos se dedican a hablar del escote de Carmen Calvo (su periodismo no pasa del nivel de chistoso de puticlub). Acabarán por enterrarlo bajo palio, se harán actos fascistas en la cripta, la iglesia católica seguirá sin pagar el IBI, y los pederastas ya habrán prescripto. Como decía la gran Violeta Parra en su canción: ¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma? Puede decir cualquier cosa, no le hacen caso.

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