viernes, 15 de septiembre de 2017

Las leyes y las promesas

J.A.Xesteira
Como últimamente me da por revolver papeles viejos siempre me encuentro con historias que ya eran olvido y que vienen a recordarme que lo pasado no está tan pasado y que lo presente no es más que el lodo que originaron aquellos polvos. Me encuentro así con una historia vieja; un chaval que escribía en un periódico, un joven de “aquellos tiempos”, al que conocía como colega mío, publicó un reportaje en un periódico sobre la vida alegre de una ciudad (a estas alturas aquel reportaje ni siquiera sería materia de blog) y un juez abre causa por algún  motivo que ahora se me escapa (estamos hablando de tiempos en los que Franco acababa de ser fiambre y a los periodistas nos podían dar un palo por cualquier ley, incluso por la de caza y pesca) y condena a aquel chaval a inhabilitación para su profesión (la de escribir en la prensa) por unos cuantos años. Como  ven no doy datos ni pistas, solo los hechos contumaces, que decía Lenín. El chaval era un ingenuo que creía en la libertad de expresión, de opinión y…, libertad, en general. El juez era un hombre de largo recorrido, había sentenciado con leyes de Franco, de pos Franco, de predemocracia y de democracia; un hombre de todos los tiempos y todas las leyes. A estas alturas no sé que habrá sido de aquel colega ni del juez; la vida los habrá llevado a alguna parte. Pero encontrarme con la noticia olvidada me lleva a otros terrenos. Las leyes que se legislan, imponen y santifican como artículo de fe y dogma, no son más que transiciones emanadas circunstancialmente del poder. En otras palabras, el que manda pone la ley y sus principios, y cuando no le conviene, cambia ley y principios y pone otra cosa y no pasa nada, siempre habrá gente que juzgue y condene con lo que haya a mano. La condena de mi colega, que tuvo que buscarse la vida en otros territorios, era tan legal como injusta. Hace tiempo que discuto esta cuestion con amigos y copas por medio, y siempre llegó al mismo silogismo: hubo un tiempo en que matar era legal (desde el Estado, se entiende, con su pena de muerte y todo) y ahora no es legal. Injusto lo es siempre (al menos para los que creemos que la vida no es propiedad de ningun Estado y mucho menos de los que detentan u ostentan ese poder en un Gobierno).
La ley es un acuerdo asumido sin discusión. Hay unas normas que no se pueden traspasar en todos los lugares y en todas las culturas. Desde las famosas leyes que bajó Moisés del Sinaí hasta las miles de leyes, grandes o pequeñas, con que nos gobiernan. Estos días que se habla de la Ley (cuando es así va con mayúscula, para acojonar) y del Imperio de la Ley (que parece el título de una película de gánsters) sobre todo con el empacho catalán, que nadie es capaz de digerir (los políticos hablan de la ley y su cumplimiento, pero nadie dice qué ley ni cómo ni por qué; al pueblo llano y poco soberano le importa poco que los catalanes voten o dejen de votar) y ese maldito embrollo en que andan metidos. Se invoca a la gran ley, a la Constitución, a la que llaman la Carta Magna sin saber por qué, y la colocan por encima de todos como si fueran las de Charlton Heston al bajar del Sinaí. El Gobierno pasa la patata caliente al Constitucional, que se constituye como si fuera un consejo de ancianos de la tribu que sentencia con un ¡Jau!, como Toro Sentado. Pero todo eso no resuelve nada, los catalanes tiran para un lado y el Gobierno tira para otro, pero el problema no se resolverá con ninguna ley ni con ninguna actitud política, por mucho que los expertos se rasguen un poco las vestiduras. Es un viejo problema que viene de muy atrás y caminará hacia adelante hasta un referéndum. La historia así lo enseña, y los escoceses, los quebequeses y los flamencos, llevan un lío parecido con varios referendos celebrados. Y no han arreglado su lío.
El problema legal es que hay demasiada ley. Y hay una ley grande, la Constitución que no es más que un recital de promesas y buenos deseos, y eso es bueno, porque la ciudadanía se basa en eso: promesas y buenos deseos, que son el alimento de las esperanzas, porque un pueblo sin esperanzas de vivir bien y ser felices, no va a ninguna parte, o, en lo peor, acaba en una patera y, en el mejor de los casos, en un campo de concentración. La Constitución está ahí y de vez en cuando se esgrime como arma total, pero su contenido no baja del Sinaí, no es más que letra de uso relativo. Sí, nos dicen que tenemos derechos, como el de libertad de expresión o el derecho a una vivienda digna y adecuada, o cosas por el estilo, pero la realidad no es constitucional. A veces no es ni legal y no somos capaces de hacer que se cumplan determinadas leyes.
Porque, además de las leyes grandes, de la Gran Ley Constitucional (además de otras grandes leyes universales que España suscribe pero que no pasa de una simple fotografía de líderes) hay otras leyes más pequeñas, que nos tocan directamente en nuestras partes pudendas, y que nos cabrean al tiempo que nos dejan en la más absoluta impotencia. Mientras a los políticos se les llena la boca hablando de la ley y el estado de derecho (en estos casos se deja a un lado la democracia, que no juega por lesión) las leyes caminan indiferentes y miran para otro lado en casos que sí nos importan mucho más que la cuestión catalana. Me refiero a la indiferencia legal con que el Banco de España nos dice que aquello del rescate a los bancos con nuestro dinero, que no nos iba a costar un céntimo, ahora si, nos dicen que nos va a costar 40.000 millones de euros. Todo de forma legal.

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