viernes, 1 de septiembre de 2017

Censura políticamente correcta

J.A.Xesteira
Todos los tiempos son buenos, malos y regulares. Pero en cada momento una de las tres dimensiones crece por encima de las demás, a veces, de forma tan brutal que las anula. Otras veces coexisten con altibajos, con oscilaciones. Pero son las pequeñas cosas las que matizan cada tiempo, las que hacen que los malos tiempos tengan su propio sello y los buenos tiempos fabriquen su futura nostalgia. Los tiempos de guerra son malos, sin matices, y los tiempos de paz son buenos, con matices. Cuando tratamos de definir una época (un tiempo) son aquellas pequeñas cosas que cantaba Serrat, las que nos dejan un  tiempo de rosas o un tiempo de tojos. Algunas de las cosas que caracterizan a cada época son el grado de tolerancia, el índice de sensatez, la medida de la tontería general, la capacidad cultural de las clases dirigentes, la mansedumbre del rebaño social, tantas veces estupidizado por el Poder, así como tantas veces ensalzado por ese mismo Poder, que confía y utiliza a las masas sociales haciéndoles creer que, de verdad, son ellas las que poseen el poder y la capacidad de cambiar gobiernos: las masas siempre la cagan, aunque ganen. En cada momento y tiempo siempre crece el deseo de controlar la vida, sea desde arriba o desde abajo; es cuando aparece la censura, a veces de forma institucional y burocrática, a veces de forma sutil y económica; la primera la padecimos en tiempos del franquismo y la segunda la padecemos ahora (con el matiz añadido de la propia fe estúpida de la sociedad, que lo traga todo sin filtrar); la primera era burda, impuesta por decreto y, muchas veces, incluso cómica; la segunda es refinada, invisible, basada en las libertades de expresión y opinión presentadas como espejismo, nunca como una conquista real.
Y es justo ahora, dentro de esta censura no escrita, pero que se puede entreleer en los periódicos y demás Medios, cuando aparece esa noticia: prohiben en un cine de Estados Unidos la película “Lo que el viento se llevó”, por racista. Y sonreimos primero y pensamos después. A estas alturas hay un cine en Memphis-Tennessee (gran rock sincopado de Chuck Berry) que considera que una película estrenada hace un  buen paquete de años es racista, después, claro esta, de que en las redes sociales se abriera uno de esos debates de filosofía barata que cree que la esclavitud de la Metro Goldwin Mayer es un racismo intolerable a estas alturas. Y, claro, uno hace memoria y compara. La historia de Escarlata y Rhett Butler rodada en 1939 es un clásico, con sus frases repetidas, sus héroes cínicos y el Sur que ardía en Atlanta. Cierto que los negros hablaban como si fueran de colacao, con ese acento inventado para el doblaje español; y cierto es que Mammy (Hattie McDaniel) fue la primera mujer negra en recibir un Oscar. La polémica es vieja, y siempre anduvo dándole vueltas a la esclavitud y el revisionismo histórico. Pero mi generación (actualmente jubilada y pensionista) no era precisamente correcta políticamente (entiéndase político en la acepción de educado y cortés, no lo otro) y, sin salirnos del mundo del cine, nos gustaba Tarzán, que machacaba a tribus de mandingas; los indios americanos rodeaban a la caravana a la espera de que apreciera la Caballería a salvarlos; los japoneses de Guadalcanal eran un enjambre sin rostro, que morían a mogollón mientras los heróicos marines defendían una trinchera; los alemanes eran todos de las SS, malos por definición; y los cristianos de las Cruzadas, con el mítico (y nefasto) Ricardo Corazón de León al frente, masacraban moros a miles para conquistar los santos lugares. Ciertamente no tuvimos una educación cinematográfica (de la otra ni les cuento) compensada ni correcta. Pese a todo no creo que mi generación haya salido más torcida que las anteriores ni que las venideras. Tuvimos un cambio sustancial en la Década Prodigiosa, cuando, de forma incorrecta, el péndulo fue al otro lado: los americanos eran unos imperialistas que tiraban napalm sobre los menudos vietcongs a los sones de las Walkirias; los indios eran pequeños grandes hombres que metían al paranoico general Custer en una masacre; los japoneses eran amigos de Kurosawa y tenían rostro humano; Tarzán era un lord ecologista defensor de los grandes simios en extinción; los caballeros cruzados eran la versión medieval de los invasores económicos del Medio Oriente; la América profunda disparaba sobre los hippies moteros con música de Hendrix, y un negro fue a cenar por vez primera a casa de Spencer Tracy y Katherine Herpburn.
En el fondo no era más que la imagen opuesta de la corrección política. Se mantienen los estereotipos: en la inconografía hollywoodiense, los latinos siguen siendo tipos chabacanos traficantes de cocaina; los italianos, mafiosos con un cierto encanto patrocinado por Coppola y Scorsese. Los negros siguen sin darle un beso a una rubia en la pantalla (de lo contrario se tienen dado casos, en versión mulata) Como concesión, desde aquel oscar regalado a la criada de Escarlata O’Hara, a los negros les llaman ahora afroamericanos (a los blancos no les llaman euroamericanos, que sería lo lógico) Pero nada ha cambiado: la raza de los puritanos blancos que creeen ser los auténticos pobladores de Estados Unidos, es la que impera y es la que coloca en el trono a un fascista peligroso.
Parece una anécdota circunstancial y americana, pero son esas pequeñas cosas las que contagian al mundo entero, de la misma manera que fuimos educados en la incorreción política que venía de Hollywood, estamos ahora contaminados por la corrección estúpida que nos viene por la red social. Esta falsa educación que se alarma por el racismo de una película de hace casi 80 años es la misma que cree tener derechos que no se molestó en ganar y vive la vida trivial de su teléfono. La corrección política (en las dos acepciones) esconde más estupidez de la necesaria. Estos tiempos son malos para líricas y la épica sólo es un juego de ordenador; pero como decía Rhett Butler en “Lo que el viento se llevó”: “Francamente, querida, nos importa un carajo”.

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