viernes, 22 de septiembre de 2017

Estamos a ver dragones

J.A.Xesteira
Todo poder necesita un enemigo de la misma manera que todo rey tiene su dragón. El caso es meter miedo y, sobre todo, distraer la atención ciudadana de las cosas que realmente importan y que nos hacen la vida más llevadera. Mientras estamos pendientes del dragón no nos fijamos en el resto del reino; incluso el dragón puede no existir, es suficiente con que exista el miedo al dragón; nadie lo vio, pero, gracias al miedo a que aparezca volando y echando fuego, el rey puede estar seguro como defensor del pueblo ante los dragones. Es un viejo invento que los americanos (de USA) llevan poniendo en práctica desde hace tiempo, de forma premeditada o, simplemente, porque les sale. No es patrimonio exclusivo suyo, el miedo al dragón existe desde que existe el miedo. Este miedo de ahora, con el rey Trump asustando a los suyos con la amenaza coreana es el viejo tema tantas veces explotado en el cine; durante la guerra fría, el miedo era al comunismo (un miedo que entre los estadounidenses persiste incrustado en su neurona política) y a los rusos (¡que vienen los rusos!), pero también fue el miedo a la bomba atómica, la que, paradójicamente ellos hicieron explotar en el único asesinato en masa civil experimental de toda la Historia; también tuvieron el peligro amarillo, que empezaba en Fumanchú y terminó en Mao Tse Tung (lo escribíamos así antes de que lo escribieran como Mao Zedong). El caso es tener un enemigo y ahora su enemigo es el rechoncho coreano. Las amenazas no llegan a ninguna parte, a menos que se les vaya de las manos, pero su único fin es hacer que vuelen los dragones: mientras los ciudadanos miran al cielo por si aparecen, no ven lo que pasa abajo, en la tierra.
El sistema, ya dije, es viejo y se pone en marcha a veces sin proponérselo. Basta con que un lagarto anuncie que se va a convertir en dragón para que el poder le dé alas y avise del peligro. Al Gobierno de la Marca España le acaba de suceder; le ha crecido un dragón en Cataluña que era sólamente un lagarto arnal. Rebobinemos. Un día, al partido en el poder en la Autonomía Catalana, un partido de derechas, no nos olvidemos, se le ocurre que quiere hacer un referéndum para ver de ser independientes. Independientes economícamente, no pensemos otra cosa, aunque lo disfracen de patriotismo catalán y lo adornen con senyeras y cantos de Els Segadors. En realidad lo que prentenden es administrarse por su cuenta, cobrar impuestos y gobernar sus dineros, haciendo bueno el tópico del catalán comerciante. No es nada descabellado, el País Vasco y Navarra tienen su cuenta aparte sin que pase nada raro en el resto de la Marca Hispania. Pero ahí tropiezan con el Gobierno de la Nación, revestido de pontifical, que invoca a los más sagrados libros de la Constitución y a los chamanes constitucionales que poseen el poder de conjurar los peligros. Y declaran a los catalanes como peligrosos dragones separatistas. Y la cosa se lía, como todos sabemos, y se crea un peligro latente donde sólo había un amago de federalismo consultivo y un poco de chulería. Y el Gobierno hace que crezca el dragón, y lo que podía arreglarse con una consulta popular que no tendría más efectos ni repercusiones separatistas, se transforma en un maldito embrollo (expresión que tomo de una película italiana y que suelo utilizar mucho en estos tiempos)
Así estamos. El lagarto catalán del Parque Güell se ha tranformado en Fafner, el gran dragón de los nibelungos, y Rajoy no da la talla de Sigfrido. El asunto se les va a todos de las manos; el partido de derechas catalán tropieza con el partido de derechas marquispánico, con los consabidos efectos colaterales de dejar a los republicanos e izquierdosos catalanes a culo pajarero y consigue el efecto contrario: cabrear a los indecisos contra la Constitución. La canción del verano del lagarto se transforma en ópera wagneriana con grandes movimiento de masas: los fiscales, siempre pasivos a la espera de que les digan lo que hay que hacer, se saltan a los jueces y se visten de teleserie americana para citar directamente a los alcaldes de pueblo que se apuntaron al referéndum; los políticos catalanes amenazan con abandonar Madrid y su parlamento y retirarse detras de la muralla catalana; las izquierdas intentan replegarse (¡agrupémonos todos en la lucha final!); el PSOE tiene el barco en las piedras y ve como sube la marea, y, por encima, hay mucha, mucha policía, registrando, deteniendo, requisando y convirtiendo el proceso político en un proceso judicial y desdibujando las fronteras de la libertad política. Ya ven; de una historia que se podría arreglar hablando en un sofá hemos pasado a un duelo de titanes, entre acusaciones de demagogia y populismo (calificativos que siempre se aplican a “los otros”) y se huye de la palabra Democracia, que es como un polvorón: los políticos se llenan la boca con ella, pero les cuesta tragarla, y cuando hablan (porque no paran de hablar, es lo suyo) escupen las migajas al pueblo que escucha desconcertado a la espera de que aparezca el dragón prometido.
No aparecerá, en realidad es una cortina de humo que esconde un asunto de dinero, como siempre. Los catalanes quieren su dinero para gastárselo en sus cosas. El Gobierno les contesta con lo que saben, cortándole el grifo de los cuartos y fiscalizando hasta las calderillas para que no se lo gasten en consultas populares. Y así, mientras esperamos a los dragones, nos olvidamos de que otros dineros nos están convirtiendo en pobres, la brecha de la desigualdad crece: hay unos miles más de ricos y, como consecuencia, unos millones más de pobres; los salarios y las pensiones crecen menos que la bombona de butano y todos estamos a ver dragones.
La batalla épica catalana se ha convertido en un thiller que contarían mejor los catalanes Vázquez Montalbán (¡que gran columna haría!) o Silver Kane (también llamado González Ledesma) o Víctor Mora. Y todo esto, a comienzos del otoño. Y el invierno “is coming”.

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