viernes, 28 de julio de 2017

Este perro mundo (Mondo Cane)

J.A.Xesteira
Hace tiempo que tenía esa sensación: cada vez había más perros en la calle, y no eran callejeros sin patria sino perros familiares, perros de regazo, traje y vida regalada. Cada vez había más personas hablando con pequeños cadelos como si fueran niños pequeños. Cada vez había más ciudadanos manteniendo limpia la ciudad por el sistema humillante de recoger la mierda que su perrito había cagado en la plaza pública (disculpen el vocabulario un punto escatológico, pero es lo que hacen unos y otros y esas son las palabras sin florituras, que corresponden a los hechos registrados a diario). Cada vez encontraba más comercios dedicados a alimentación y cuidado estético de los perros (el perro como consumidor comercial es algo totalmente nuevo en la sociedad del gasto compulsivo) y las clínicas veterinarias no dan abasto a atender tanto animalito. El pasado sábado, sentado en una plaza de Portugal, dedicado al viejo (y barato) entretenimiento (analítico) de ver pasar a la gente, me acabé de convencer; cinco hombres en la cincuentena de sus vidas, con pantalón corto, barba de barbero moderno y camisetas coloridas (lo cual, pensé, les incluía en algún grupo social que no puedo precisar) llevaban cada uno a dos perritos sujetos por sendas correas de diseño canino, de distintas razas, desde el terrier hasta el pequeño gozque indefinido, una pequeña jauría controlada por sus dueños, portadores todos de bolsitas excrementales. Pensé en ese momento que aquí está pasando algo y que el perro, considerado dentro de la sociedad como una parte de la misma significa ese algo. Seguramente ya hay estudios sobre esto, pero los desconozco y no se me da por rebuscar en internet a ver que opinan  los grandes estrategas de la cosa nostra.
Quiero aclarar que no estoy en contra de los perros; siempre fui de familia con perro, desde el primero de mi infancia, un pastor border escocés como los de las películas de ovejas inglesas, hasta varios pastores alemanes (mis favoritos) con un cocker (se llamaba Joe, claro) por medio y algún palleiro clásico. Tampoco tengo nada contra las personas que convierten a sus animales (no me gusta lo de mascota, que siempre me recuerda la cabra de la Legión) en objeto de sus cariños, a veces excesivos y a veces ridículos; cada cual tiene (tenemos) que asumir sus debilidades como mejor pueda. Simplemente me limito a observar y sacar algunas conclusiones, sentado en la plaza universal que es la vida, y ver lo que pasa por delante. Tratar de entender o, por lo menos, opinar en voz alta y que usted, improbable lector, añada o quite todo lo que se le ocurra. Todo eso, partiendo del hecho evidente de que aquí ha cambiado algo y eso es un síntoma. La desgraciada “vida de perro” que significaba en otro tiempo una vida pobre, dura y penosa, ha pasado a significar todo lo contrario en este tiempo. Las expresiones peyorativas aplicadas al perro (animal inmundo en algunas religiones y alimento de alta cocina en otras) ya no tienen sitio en la sociedad. El perro pasó de ser un bicho un grado más arriba en la categoría de los bichos dada su domesticidad, su evolución educacional (es el único animal que atiende a la voz de su amo, aunque salga por un gramófono) le hizo más cercano y útil al hombre: guardaba la finca, levantaba las perdices, defendía al amo, acompañaba al lado del fuego, recogía las ovejas…, en fin todo lo que su historia y literatura hicieron de Lassie y RinTinTin perros míticos. Pero ahora mismo se ha dado un paso más y hemos llegado al perro-ciudadano; tiene carnet de identidad grapado a la oreja, tiene derechos y obligaciones, con su correspondiente vigilancia sanitaria, cuenta con un sitio en la escala social y todo un comercio a su servicio como consumidor, por vía interpuesta de sus dueños, donde pueden vestirse, lavar y cortar el pelo (existen ya tiendas en las que se celebran “bodas” de perros, que se cruzan con jolgorio e invitados; créanlo, la vi en Andalucía).
La constatación estadística de todo lo que digo venía estos días en noticiarios: en la peninsula del Barbanza los perros censados superan en ocho mil a los niños en edad escolar; y en Vigo hay un perro por cada nueve habitantes, es decir, 33.000 perros legales; a estas cifras podemos añadir los perros sin registrar, y tendremos que la tendencia es a tener más perros y menos niños. Las explicaciones socio y psicológicas dicen que la estructrura familiar ha cambiado; el mercado laboral no da para tener niños, que son “caros” y no se pueden sostener con contratos precarios y sueldos miserentos. El niño es para toda la vida y el perro puede acabar en una perrera en cuanto no nos interese (la opción del abandono en la cuneta también existe, pero resulta cruel). Por tanto existe un cambio en la estructrura familiar reconocido y, como consecuencia, un retroceso poblacional. Si nos fijamos en Galicia y atendemos a los mensajes institucionales, sabemos que cada vez hay más viejos que duran mujcho y menos niños (se anuncian cierre de escuelas unitarias para el próximo curso). A cambio hay más perros, para suplir a los niños y para acompañar las soledades de los viejos. La conocida frase de “no tengo padre ni madre ni perrito que me ladre” con la que se definía popularmente la soledad, acaba de ser rectificada por la parte canina.
El “boom” acaba de empezar como quien dice, y con él llegan otros problemas, unos, de orden público, la policía tiene que vigilar que los canes tengan correa y, en casos, bozal, que sus dueños recojan sus cacas (los pises, de momento, no) y observar el control de las especies potencialmente peligrosas. De momento el perro es barato dentro de un orden, pero seguro que alguien tiene la idea de un impuesto por tenencia de perros (Hacienda nunca perdona) y que ya  no resulte tan barato. El mayor  problema es que los perros no cotizan a la Seguridad Social, y sin niños de ahora que el día de mañana sostengan las pensiones lo tenemos claro.

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