sábado, 1 de julio de 2017

Verano y humo

J.A.Xesteira
No bien acaba de empezar el verano, aunque tengamos la sensación de que llevamos meses metidos en él, y vuelve el peligro latente y siniestro de los incendios forestales. La desgracia forestal de Portugal, con la enorme cantidad de muertos, vuelve a traer la cuestión a primera linea de discusión. Tarea inútil, llevamos años avisando, discutiendo, debatiendo el tema y no se previene ni soluciona. Otro año más el verano y el fuego me llevan al recuerdo de tiempos pasado, que no fueron  mejores, pero sí distintos. Cuando era niño no ardían los montes como ahora; eso, que puede ser una obviedad demostrable, puede ser el origen de la cuestión: aquellas chispas trajeron estos fuegos. El mundo era radicalmente distinto, había un mundo rural y un mundo urbano. Había campesinos y había obreros, y la frontera estaba bien definida y sus funciones, también. En el mundo rural, que es donde están los montes que arden, había ganado, vacas y ovejas que pastaban en los montes; los tojales se rapaban y se aprovechaba todo lo que tuvieran, bien como abono (el estrume o esquilmo) bien como combustible para las cocinas de hierro o lareiras. Las vacas fueron sustituidas por tractores y chimpines, el fuego de leña por el fuego de butano, y los montes quedaron abandonados a la mano de dios. La condición rústica del ciudadano cambió para convertirse en semiurbana, con casa en la aldea y trabajo en la ciudad o en un poligono industrial. Pero así como el antiguo rústico se convirtió en urbanícola, los montes quedaron donde estaban, regulados por unas leyes que dicen que controlan el funcionamiento forestal, pero que en la realidad, y a la vista de lo que se ve, no funcionan o no se aplican adecuadamente. Hay montes limpios al lado de verdaderos matogrosos resecos.
Hace, pongamos, cincuenta años, no había estos incendios. Casi puedo datar el comienzo de la ola veraniega de incendios allá por principios de los años 70 (siglo pasado); lo recuerdo perfectamente porque en mis comienzos como periodista gallego me tocó cubrir todo un verano de incendios, que recorría con mi compañero fotógrafo, de aldea en aldea y de chamusca en chamusca. El proceso fue a más, y ese aumento en número de incendios fue paralelo con la aparición de los aviones y las brigadas. La deriva de la vida rural a la urbana está en el origen del problema. Antes (antes de esos 50 años) cuando había un incendio en el monte los propios paisanos éramos capaces de apagarlo por nuestra cuenta, porque sus dimensiones eran reducidas. Ahora es preciso que actúe el ejército y se desplieguen todos los medios técnicos necesarios, por tierra, mar y aire.
Los montes arden porque alguien les prende fuego, y sé de lo que hablo; vivo en medio de un bosque y hace tiempo hice la prueba de la colilla tirada en medio de paja seca en el calor de agosto: no arde. Año tras año ando metido en apoyo vecinal de los incendios que se repiten sin que las leyes y la prevención lo puedan evitar.  Los expertos forestales dan sus consejos, explican sus métodos, pero el origen está en el cambio de la sociedad rural, que creó un vacío en el medio, antes tutelado y ahora abandonado por falta de rentabilidad; el abandono de un paisaje organizado por otro caótico
A los portugueses les atrapó el siniestro entre dos conceptos, el del rural  con montes ya urbanícolas (es decir, silvestres) y el urbano, con medios contraincendios todavia en fase de desarrollo. Y a nosotros nos puede pasar lo mismo otro año. Nunca se han estudiado las causa por las que un tipo prende fuego al bosque, además de la chaladura pirómana, excepción en el caso. Se disfraza de quema incontrolada de matorrales (falso, cualquier paisano sabe quemar su broza), de churrasco temerario o, como en el singular caso portugués, de una tormenta perfecta de calor y relámpagos. Los propios bomberos portugueses lo niegan y, con sentido común del que sabe en que está metido, apuntan a la mano del mechero. Lo otro son tecnicismos bobos para sorprender a periodistas y políticos sin idea de lo que es un incendio  forestal.
Todavía no estamos empezando y ya se prevé un largo y cálido verano de humo y todo sigue como siempre, sin un estudio previo de las causas y sin descubrir ni a uno solo de los incendiarios.
También cuando era niño ardían las casas en verano; eran casas de pueblo, generalmente viejas y con viejos materiales. Era frecuente en aquellos veranos que dicen que no eran tan cálidos como ahora (el cambio climático es más que evidente) el toque de las campanas a rebato y la aparición del vecindario con calderos a mano. En muchas ocasiones tuve que formar cadena de cubos de agua para sofocar un incendio y casi siempre los propios vecinos eran capaces de salvar lo que se pudiera y apagarlo a golpe de caldero en un tiempo en que los bomberos estaban en las ciudades y no en los pueblos. Era el tiempo en el que no existían las grandes torres a las que no se puede llegar con las escaleras profesionales. La especulación inmobiliaria levantó rascacielos en sitios donde las escaleras de los bomberos no alcanzaban más allá del piso diez.
El reciente incendio de Londres demostró que a estas alturas estamos perdidos como hace cincuenta años. Esa repetición de “El coloso en llamas” fue una ratonera, un crimen anunciado. Si en la película al rascacielos lo salvaban Paul Newman y Steve McQueen, aquí se trataba de un rascacielos para pobres construido con materiales pobres para mayor beneficio de los constructores; y los astros de Hollywood ya están muertos. El edificio de viviendas sociales que ardió en Londres (el mismo número de muertos que los portugueses de Pedrogrão Grande) era una trampa inflamable, pero nadie va a pagar por haberse forrado por su construcción ilegal. Los pobres, sean portugueses del campo o inmigrantes en pisos sociales de Londres, siempre están en la primera línea de los sucesos. El resto, mientras, guardan un minuto de licencio y discuten sobre el tema hasta que llegue el otoño.

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