viernes, 14 de julio de 2017

Elogio cultural del Lejano Oeste

J.A.Xesteira
Si echamos una mirada a los artículos de opinión que rellenan los periódicos (es un género exclusivo de la prensa escrita; la radio suele meter homilías de pontifical y la televisión no pasa del nivel de un teatrillo de títeres tecnificado) podemos resumir que los temas son los mismos: política, lo mal que anda el mundo y crítica al importante de turno por la última frase entrecomillada del último titular de prensa. No hay más, se puede conocer al articulista por las filias o fobias hacia tal o cual partido o político. Desconozco si eso aburre a los posibles lectores (a cada articulista lo leen quince personas, creo que ya lo dije alguna vez y me repito) pero cada día las páginas de cualquier periódico tienen un lugar para ese pienso alimenticio del lector. El resto del diario suele ser un panorama repetitivo, repartido entre fútbol, estadísticas, muertos y tipos con corbata que dicen tonterías peligrosas. El mundo va bien por arriba (según las cuentas que hacen los gobiernos) y mal por abajo (según las cuentas de la cola del súper). Y en medio de todo esto, ¿dónde queda la cultura? Ni está ni se le espera.
Entre las esperanzas frustradas de aquel cambio de hace cuarenta años que ahora ilustres articulistas se apresurana a analizar en libros, figuraba la de lograr una sociedad más culta. Más culta de lo que era entonces, que era mucho más de lo que es ahora y que, además, había sido uno de los motores del cambio transicional. Hemos pasado de un tiempo con ganas de cultura a un tiempo con necesidad de sobrevivir simplemente. Un proceso posiblemente estudiado y estrategicamente aplicado fue creando la ilusión de bienestar sin cultura: los incultos eran los triunfadores. A todos los partidos políticos les convenía mejor una sociedad aculturizada que votara simplemente una marca registrada que les hacían coincidir con sus ganas de ser más ricos (Diccionario de la Real Academica: “Cultura.- Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”) No convenía que los votantes pensaran ni que fueran cultos y críticos, bastaba con que fueran “de los nuestros”, gente educada en un sofá delante de un televisor en el que la cultura  queda relegada al concurso de Saber y Ganar. El resultado es lo que vemos; me refiero a lo que vemos los que andamos al ras del suelo, y hablamos con la gente en la calle, no lo que pregonan desde los titulares noticieros todos los grandes padres de la patria.
En los esquemas político-económicos la cultura es un apartado secundario, como el envoltorio del paquete de regalo, que se rompe para abrir lo que realmente importa, el beneficio macroeconómico de las fuerzas dominantes. Basta con echar el ojo a cualquier medio de comunicación y veremos que el apartado cultural está relegado a la zona final, en un revoltillo de cosas en las que aparecen películas, cantantes de tercera división –nunca un escritor– o celébritis variados y variadas. (Segunda acepción del Diccionario de la RAE: “Cultura: Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etcétera”.) Con ello, la cultura pasa a un plano inferior porque se considera (erróneamente) que no es rentable, solo una necesidad secundaria para mantener entretenido al populacho. En los esquemas políticos-municipales, integrados por gentes que se autodenominan (erróneamente, tambien) como “buenos gestores”, lo cultural, salvo excepciones meritorias, es un sucedáneo de ferias y fiestas. Los cargos públicos no casan bien con la cultura; para muchos de ellos lo cultural es solo un evento inaugurable o presidible para salir en la foto.
¿Y los libros, los contenedores de la cultura por antonomasia? Si atendemos a las estadísticas, nunca se fabricaron más libros (digo bien “fabricaron”) como ahora; nunca se vendieron tantos (dicen) como ahora, en cualquier formato, papel o tableta. Y, sin embargo, nunca hubo una sociedad más inculta con tantos medios a su alcance. Proliferan los clubes de lectura, los de escritura literaria; se ven personas que entran en las librerías (escasas librerías per cápita, en contraste con  la cantidad de bares per cápita) y que compran libros. Se supone que eso debiera traducirse en una sociedad culta. Pero no. No se sabe que lee la gente corriente y para qué les sirve. Los índices de lectura son claros (verlos en internet para no perder el tiempo) La literatura es escasa; las estanterías se llenan de libros de autoayuda o de gastronomía y de narrativa de usar y tirar; sólo la literatura infantil y los cómic mantienen el pulso literario. El resto, salvo cuentagotas y reediciones de clásicos, es vacío.
Cavilaba sobre el cambio de hábitos y la ausencia de lectores cuando recordé al último lector de calle; un tipo que está a la puerta de su casa en un lugar donde suelo aparcar. Siempre tiene una novela de bolsillo en la mano, una de aquellas auténticas novelas de bolsillo, de vaqueros, autoría de Marcial Lafuente Estefanía o Keith Luger. Recordé tiempos muy pasados en los que yo mezclaba vaqueros con Verne, Stevenson o el mismísimo Kafka (auténtico) y deseé vivamente el regreso de aquella lectura, muy superior a la actual, porque eran auténticos aperitivos culturales en un mundo que quería ser culto. Aquellas novelas cambiadas en kioscos fueron el paso hacia otras de mayor nivel, pero construidas con la misma materia. En las librerías de segunda mano hay un apartado de novelas de vaqueros que, según me dicen, funciona como un reloj, en un intercambio de historias siempre repetidas pero nunca agotadas. Volví a leer una de ellas que guardo entre mis papelotes, “Hablan las pistolas” (1956), de ML Estefanía; una frase: “¡Es condición humana desear aquello que no se posee sin meditar en lo inconveniente!”. Murakami o Auster dicen cosas parecidas y los críticos los alaban.
El último mohicano que lee su novela a la puerta de su casa me reconcilia con el futuro de la cultura. Siempre es mejor amar aquel Lejano Oeste, lleno de literatura digestiva, que al Cercano Este, lleno de botarates incultos (aunque, según les gusta decir, “buenos gestores”)

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