viernes, 24 de julio de 2015

Que o quienes somos


J.A.Xesteira
Hubo un tiempo, que parece lejano, en que llegado el verano, el paisanaje tomaba vacaciones. Todos. Todo se paraba, se ralentizaba, y cada uno, según sus posibles, se iba a la playa, a la aldea, o se quedaba en casa a la sombra. Los paises del sur de Europa quedaban quietos como lagartos, y los del norte bajaban a ver como era eso que les habían contado de que en el sur el sol se ponía más tarde, y la gente salía de noche a tomarse unas copas. Los políticos hacían el veraneo, Madrid se quedaba sin gente y todos cargaban las pilas. Todo esto lo digo por los más jóvenes, que posiblemente hayan vivido algo parecido en la parte de atrás de los coches de sus padres, sin sillas ni ataduras, ciscados entre bolsas y sacos de dormir. Como en la Biblia (Eclesiastés) había un tiempo para cada cosa, uno para el trabajo y otro para el veraneo. Eso ya es historia. Como no hay un tiempo para el trabajo, sino miles de microtiempos (con microsueldos) o un largo paro sin remedio, tampoco hay tiempo para las vacaciones. Ni los políticos, que echaban el cierre a su actividad en el Gobierno o en la oposición (menos el Senado, sociedad con ánimo de lucro a la que no se le conoce actividad importante), y se daban una tregua hasta setiembre. También su actividad se ha visto fragmentada y su veraneo se ha convertido en una prolongación sin corbata del curso político. Las obligaciones de la campaña catalana y las generales tienen a todos en el baile, salvo la excepción digna de aplauso del presidente Rajoy, que no renunció a su paseo por Armenteira en plan coronel Tapioca. El resto está en la lucha contínua de las declaraciones a favor o en contra del frente catalán o de la Europa de la Merkel y sus bancos. La prensa también sufre este cambio de actitudes; en el viejo estándar los periodistas se tomaban las vacaciones y las redacciones las ocupaban los periodistas en prácticas (ahora mal llamados becarios, dado que no cobran  ninguna beca). Y todo quedaba bajo mínimos hasta el otoño. Pero esta actividad de movimiento perpétuo, de imparable campaña, ha trastocado el ritmo de la vida, y no diría yo que la culpa de la ola de calor y esta sequía con vientos del Sahara no se deba en parte a que no hay descanso político de verano.
Aquí se cuecen varias cosas con vistas a setiembre y posteriores eventos. La primera son las elecciones catalanas, que quieren convertir en un plebiscito sobre si los catalanes quieren ser independientes o no. Claro que el voto es para otra cosa, pero en el fondo es un “ya-me-entiendes”, tú me votas y eso quiere decir que quieres ser independiente de los españoles. Y para eso montan una candidatura a lo masterchef, mezclando cosas que nunca pensamos que podrían combinar. La segunda es el panorama europeo, que, después de Grecia (por cierto, acaba de desaparecer de todos los periódicos, de la noche a la mañana, ¿la habrán embargado?) ya no es el mismo. La tercera cosa importante es la de las elecciones generales, que, de momento están en el punto de ver quien dice la frase más histórica (hasta ahora, ninguno, todo se reduce a acusar a los otros de ser unos mangantes, mientras que nosotros tenemos la vara mágica de la madrina de la cenicienta y la honradez por escudo).
Pero en todo este proceso, agravado por la inestabilidad social de la pérdida de la rutina vital de las vacaciones, está algo más importante. El objeto final de lo que se cuece es la falta de identidad de los pueblos y las gentes del Viejo Mundo. No tenemos claro quienes somos, y a veces incluso no tenemos claro lo que somos. Los catalanes quieren preguntarse si quieren ser catalanes (considerando, según sus esquemas, que ser catalán es equivalente a ser separatista), los europeos nunca estuvimos muy seguros de que significa ser europeo, y, en este momento, incluso creo que no nos gusta lo que es ser europeo. Tampoco lo tenemos muy claro de cara a las elecciones generales. Sí sabemos que somos galegos, pero eso, en los anuncios y las fiestas con churrasco y chupito de licor café; una vez pasado el momento folklórico, cuando hay que ponerse serios, no lo tenemos claro.
Si hicieramos ahora mismo un referendum sobre ser o no europeos, probablemente tendríamos más votos en contra de Europa de los que van tener los secesionistas catalanes. No nos gusta esta Europa ni sus dirigentes. Ni la Merkel ni el resto de tipos que se saludan en los parlamentos. Su actitud, su desprecio por las gentes y su evidente admiración por sus bancos, no nos gusta. Creíamos que Europa era otra cosa, y si antes podíamos hacer un esfuerzo por intentar ser europeos, ahora ya no nos apetece pertenecer al club de “esos tipos”. Me refiero a la Europa de “Ellos”, los que mandan y dicen cuanto tenemos que pagar para ser europeos. Mientras hacen que arreglan el problema griego, concediéndoles otro préstamos para pagar los intereses del préstamo anterior (con lo cual les meterán más intereses  que tendrán que pagar con otro préstamo) no arreglan ni les interesa arreglar el problema de los seres humanos. Los expulsados de las guerras provocadas por el primer mundo en el tercer mundo. Es un problema de humanidad que cargan sobre Grecia, que acoge en sus islas a los que no se ahogan en el mar, mientras el resto de Europa se lava las manos. El reflejo de toda esta adoración por el dinero europeo y la falta de humanidad ante las personas que somos Europa queda patente en la contestación de Merkel a la niña palestina : “Algunos tendrán que volver a su país”. La diplomacia en Merkel es desprecio.
Entre esos tipos y yo hay algo personal. Hay una Europa de “Ellos” y otra de los que tenemos que mantenerlos y pagar a sus bancos. No tenemos claro quienes somos. Lo único que está claro es que no hay vacaciones.

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