sábado, 1 de agosto de 2015

"¡Ya lo decía yo!"

J.A.Xesteira
Hace unas semanas estalló el escándalo de la FIFA, y como todos los estallidos escandalosos, se olvida en dos días. Por si no lo recuerdan se lo digo de nuevo: el presidente Blatter, emperador omnipotente de la federación de fútbol, y sus directivos (sus cortesanos allegados) fueron acusados en Estados Unidos de “corrupción rampante, sistemática y profundamente enraizada”. El resto es fácil de imaginar, detrás de todo esto está un enorme montaje en el que los millones de dólares vuelan de un lado para otro, de un paraiso fiscal a una cuenta corriente opaca, y de un gobierno a una organización con ramificaciones en vaya usted a saber. No me interesa la FIFA y sus corrupciones, sino el hecho que me viene a la memoria ahora mismo, de que nadie se sorprendió. Cualquier lector, incluso los que como yo nunca hemos gastado un duro en fútbol ni en periódicos deportivos, suponía que detrás de esos tinglados de compraventa de futbolistas, subastas de trofeos mundiales, campañas para que una ciudad sea sede de un campeonato, hay, por fuerza, más delito del que cabe en el código penal. A nadie le extrañó que salieran a relucir sobornos, políticos corruptos, dinero negro, fraudes a Hacienda y demás. Era algo que se suponía, sólo faltaba que un día saliera en los periódicos para poder decir: “¡Ya lo decía yo!”
Lo tenemos todo dicho, y la realidad es que lo sabemos todo, aunque no podamos probar nada, mucho menos cuando no somos quienes para poder probar nada, simple vulgo de a pie. Pero sabemos que en la política hay mucho corrupto, en pequeñas dosis o en gran formato, y lo sabemos por sus signos externos, por su nivel de vida y por su vanidad que los lleva a salir en más fotos de las que debieran. Sólo hay que espera al “¡Ya lo decía yo!” que nos lo registre como delincuente en fase de implicación. A partir de ahí, el proceso es largo, aburrido y, en la mayor parte de los casos, parece inútil esa eternización aparente de la lenta máquina de la Justicia (muchas veces me recuerda a aquellas viejas apisonadoras –el Cilindro, le llamábamos– que andaban a tres kilómetros por hora y viajaban por las primitivas carreteras de la provincia: se movían, aplastaban el chapapote y llegaban a su destino, pero con tanta calma que parecían inmóviles). Andan estos días a vueltas con la Operación Púnica, y los periódicos gotean datos de sobornos, llamadas telefónicas y el largo rosario de supuestos delitos que no nos sorprenden. Ya lo decíamos todos: aquí hay tomate. Pero la Púnica es una más de las operaciones a corrupción abierta que se suma a la Gürtel (no la olviden, todavía anda por ahí) los papeles de Bárcenas (el único sumario judicial del mundo que, antes del juicio, tiene ya un cómic dedicado a su principal implicado) Todo eso ya lo deciamos nosotros. Ya era cosa sabida. Como lo será de aquí a poco, cuando los recientes alcaldes nuevos en los cargos, descubran que los antecesores tenían más de un chanchullo debajo de la alfombra del despacho. También en ese momento nos quedaremos sin sorpresa, con nuestro “¡Ya lo decía yo!”.
 Estamos curados de espantos. Demasiado curados. Nos basta con que aparezcan en los Medios nuevos escándalos para justificarnos con nuestra frase del titulo y nos quedamos tan panchos. Nuestra sociedad ha llegado a tal grado de evidencia de los delitos que nos los sabemos todos. Pero no hacemos nada. Vivimos en un país de apáticos apapahostiados contemplando el dedo que señala la luna sin darnos cuenta de que el dueño del dedo  nos va a cobrar por la luna. Tomemos el ejemplo de los bancos. Nadie ama a un banco, y diría más, todo el mundo odia a los bancos. Pero los aceptamos como un mal necesario. Porque tenemos miedo de guardar nuestros ahorros en la famosa viga del contrabandista, o debajo del colchón, o en el jardín, con plano y pala incluidos. Seguramente nos metieron miedo con todas esas cosas, y nos convencieron de que guardarlo todo en un banco es mucho más seguro, y nos dieron una tarjeta, y un número clave para pagar en el super y sacar dinero contante del cajero. Y nos sentimos seguros de que nuestro dinero está seguro. Nos hicieron mirar para el dedo que señala la luna. Pero un buen día resultó que los bancos eran menos fiables que la viga, el colchón o el jardín, y no sólo nos llevaron los ahorros, sino que por encima hemos tenido que pagar el dinero del pueblo (el dinero público) para que los bancos no se arruinaran con nuestro dinero en la barriga. Y ahora que están salvados gracias a nuestro dinero (para mejores datos consultar los beneficios declarados de estos semestres) no volveremos a ver un centavo de lo que les dimos. Nadie se fia de un banco, ni siquiera los propios banqueros. Un informe del Parlamento Europeo asegura que los grandes bancos de Europa tienen sus cuentas en paraisos fiscales; eso es porque tienen miedo de que otro banquero se las robe; es decir, que les robe nuestras cuentas. De vez en cuando uno de esos grandes bancos es multado por el Parlamento Europeo por fraude o por cualquier otro delito. Pero no pasa nada, se paga la multa y ya está. A nosotros nos bastará con decir el “¡Ya lo decía yo!” y seguir sin hacer nada.
Todo está sabido, no hay delito nuevo bajo el sol, y cada uno que aparece  no es más que una distracción para que los ciudadanos pensemos que existen organismos que velan por nuestro bienestar, persiguen a los delincuentes (no a los rateros del tres al cuarto, a los ladrones de cobre o trapicheros de hachís, sino a los otros, a los de trajes de marca y chófer oficial) y hacen que paguen sus culpas. En teoría es así, pero ya decía yo que en la práctica eso sucede poco, tarde, mal y a rastras. Los periódicos, por eso, ya no dan noticias, simplemente confirman nuestras sospechas. Todo lo que desvelan ya lo decíamos nosotros.

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