lunes, 1 de junio de 2015

Espejos mágicos y humillantes


J.A.Xesteira
Escribir artículos periodísticos tiene a veces el inconveniente de que la actualidad va más rápida que la intención del artículista, que opina siempre unos días antes, mientras que la actualidad actúa al instante, a veces rebasando la opinión y a veces sosteniéndola. Cuando se escribe con muchos días de antelación, y sabiendo que entre el teclado y la publicación del artículo hay unas elecciones muncipales por medio, la cosa ya es impredecible. Por causas viajeras, tengo que dejar este artículo escrito sin saber los resultados de las elecciones y como queda el paisaje después de la batalla. Eso, por una parte me plantea una incógnita, pero por otra es mucho mejor, porque a la vuelta del viaje todos los grandes estrategas ya han dicho lo que tenían que decir, ya han explicado porque han perdido los que perdieron y han ganado los que ganaron. Así podemos dedicarnos a otra cosa mientras los concejales se sientan a gobernar durante cuatro años, a no ser que les pase algo por el camino (no sé, un juez imputador, un cambio de partido, un escándalo parroquial en los periódicos…; un creyente diría aquello de que Dios no lo quiera, pero a estas alturas, no creo que ningún dios influya en las labores municipales). Y como cualquier articulista que se precie, lo mejor es echar mano de los temas estándar: cuando no se sabe de qué escribir, se escribe de televisión.
La pantalla antes llamada pequeña (la grande era del cine), la pantalla por antonomasia, la de la televisión, se ha convertido en el espejo mágico. En realidad, la reina-bruja de Blancanieves tenía un televisor o, mejor aún, una de las pequeñas pantallas, hijas de la tele, los computadores, las tabletas, los pequeños espejos donde la gente de ahora se relaciona con sus semejantes gracias al dedo pulgar y a su cuenta y perfil de los servidores. Cualquiera puede preguntar al telefonillo cual es la más bella de todas las mujeres, y el espejito le contesta lo que anda en esos momentos en la red: unas veces es Blancanieves, otras veces es la reina-bruja. La reina del cuento era, en realidad, un ser del futuro, que conectaba su espejo con un satélite que le decía, gracias al google-map, que Blancanieves estaba en la casa del bosque de los enanos.
Vivimos –es un decir– sometidos a los espejos mágicos, que abrimos para decirle la frase mágica: “Espejito, espejito, di la verdad, si me quieres” Aunque sepamos de antemano que los espejitos ni nos quieren ni nos dicen la verdad. Especialmente el gran espejo de la televisión, manipulado sistemáticamente con un fin principal: humillar a la gente, seguramente con el único fin de conseguir ciudadanos sumisos y que acaten los mandamientos de un poder indefinido y difuso, que prefiere gente mansa. En el espejo de la televisión vemos como se humillan a concursantes anónimos, esos mismos que quieren tener su minuto de gloria y fama. Humillan a cocineros aficionados, a cantantes aficionados, a cobayas sexuales metidos en jaulas para convivir y retozar en habitáculos donde son filmados día y noche. A los políticos y personajes relacionado con la política no se les humilla, se les invita a hablar en torno a una mesa, a sabiendas que ellos mismos la van a cagar con alguna frase, y entonces saldrán en todos los espejitos como “trending topic”, que viene a ser como el último chiste sobre la última estupidez. El diputado que habla sin darse cuenta de que tiene el micrófono encendido, la Cospedal que se equivoca con las palabras,  el presidente Rajoy, que afirma que nadie habla del paro…, todos están sujetos a decir lo que no deben, porque se sienten en la obligación de hablar, y su boca va siempre más rápida que su cabeza (incluso en los casos en los que su cabeza funcione de manera natural). Todo eso realimenta los programas de televisión, que aprovechan lo que ya circula por la red de espejitos y vuelven a humillar al humillado. Los políticos soportan y lo aceptan como un mal menor de su oficio, porque están construidos en un material duro (seguramente aquel “Japanium zeta” con que construyeron a Mazinger Z), pero el resto de los humillados normales, no. El resto llora, acaba su humillación en lágrimas, cuando un capataz de televisión (antes eran educados presentadores que se portaban con cordialidad, pero ahora son capataces de barco negrero) le machaca su plato cocinado, le ridiculiza la versión que hizo de una canción conocida o, simplemente, lo expulsa del cubículo de los cobayas donde retozaba junto a otras ratas de laboratorio. La clave está en que el capataz, en forma de cocinero gordo, de presentador implacable o de crítico musical, machaque a un pobre diablo, a sabiendas de que va a llorar en lugar de acordarse de la madre del capataz o aplastarle la cabeza con el micrófono o la sartén. El fin que parece perseguirse con esto es crear un modelo de sociedad en la que se sobreentiende que triunfar en la vida consiste en aceptar las humillaciones de una tropa de cabrones bien pagados y decir que eso es lo que hay. El espectador contempla el espejo mágico y de forma inconsciente y subliminal acepta el lugar del humillado, del chaval que hizo la tapa del león y la gamba o de la chavala que cantó muy mal aquella noche. A nadie se le pasa por la cabeza que se rebelen contra ese estado de cosas. Es mejor estar domesticado y aceptar lo que venga que rebelarse contra los capataces.
En los espejos mágicos vemos una legión de sumisos. Hay algunos que se rebelan y salen a enfrentarse a ese sistema humillante. Hay muchos que se rebotan contra los capataces, pero, para ese momento ya está prevista una fuerza del orden público que, convenientemente adiestrada y entrenada, ataca al ser humano a una voz de su amo. No se verá en ningún espejo, porque lo que no se ve en ellos no existe. Decía Balzac que los gobiernos pasan, las sociedades mueren, la policía es eterna. Y los espejos mágicos.

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