sábado, 6 de junio de 2015

Entre pitos y flautas

J.A. Xesteira
En estos días de preverano, cuando todo el mundo apura sus quehaceres para dejarlo todo ordenado y marchar de vacaciones, colea la temporada poselectoral, con sus pactos, cabreos, sus “yo-no-me-ajunto-con-estos” y sus dignidades ofendidas por las sospechas de dejar de ser de izquierdas o de derechas para poder continuar en los “candelabros” desde los que irradiar beneficios para toda la sociedad. En medio de este mercado persa de tenderetes donde comprar y vender favores para que todo cambie y siga de la misma manera (aunque, ¡ay!, ya nada será igual después de que los jóvenes hayan empujado y tirado a los viejos, usados y con defectos de fabricación) aparece un fenómeno ya conocido, previsto y esperado: la pitada al himno nacional español en la final de copa. No es novedad ni causa extrañeza, casi me atrevería a decir que es como un ritual, tanto los pitos como la ofensa. No hay partido en el que haya que tocar el himno que no se sepa de antemano que, según los equipos y sus seguidores, va a haber pitada. Pero parece que esta vez, bien porque nos hayamos olvidado de pitadas pasadas, bien porque en los periódicos hay necesidad de meter nuevos temas coyunturales que desvíen la atención del campeonato de pactos, la cuestión patriótica de los silbidos al himno está dando más vueltas de lo necesario. La patata indeseada pasa del Comité Antiviolencia (un organismo de escasa efectividad) a la fiscalía general del Estado, mientras califica los hechos de “extrema gravedad”, y se buscan responsabilidades en un partido de fútbol clásico por todas partes, por lo deportivo y porque era de esperar una pitada clásica.
Por circunstancias personales me tocó estar en Barcelona los días de la final; la afluencia de vascos con la camiseta rayada en blanco y rojo era notoria en las calles; la mayoría, con la sana intención de aprovechar unos días de vacaciones y playa. Las mareas de seguidores confraternizaban en los bares, entre las clásicas puyas de “¡vamos a ganar!” mientras se comparten cervezas. No se apreciaban signos de violencia. Las autoridades ya estaban alerta ante las posibles ofensas al himno, que eran ya cosa sabida. Ya es como un ritual. En aquel partido, lo único nuevo era el rey Felipe, que se estrenaba como patrocinador de una copa de fútbol y como Borbón ofendido por las masas espesas de ciudadanos vestidos de blanquirrojos y azulgranas. El fútbol demostró una vez más que es el reducto patriótico de las esencias de la Marca España, un territorio difuso en el que conviven banderas con himnos, Agustina de Aragón con Manolo el del Bombo, el jamón de pata negra con el Apóstol Santiago, la democracia con el ordeno y mando, el gol de Marcelino de la Eurocopa 64 (con la derrota del comunismo ruso y de su himno en el Bernabeu ante Franco) con el gol de Iniesta en el Mundial de 2010 (que dio la gloria a la Roja mientras en las gradas cantaban la patriótica canción de “¡Soy ejpañol, ejpañol, ejpañol!”). En ese terreno es donde se mata y se muere en la arena del circo (metafóricamente hablando), mientras el César Felipe regala al vencedor un copón para colocar en el museo del club de fútbol.
Se invocan los símbolos ofendidos para hablar de “extrema gravedad”. Pero, ¿qué es el himno nacional? Una música, un chinda-chinda, no más. Ni siquiera tiene letras rimbombantes como los de Francia o Portugal, que habla de invasores y de que hay que tomar las armas y morir matando, o poéticamente cursis como el himno americano, que habla de atardeceres y estrellas. El himno de España no habla de nada, es sólo una música de calidad discutible. Que lo piten o lo escuchen con unción patriótica no va a alterar para nada el ritmo de los tiempos. Los himnos y los símbolos están muy sobrevalorados; suelen ser poemas antiguos que hablan de cosas que no existen ni existieron. Poner la mano en el pecho o saludar al himno a la romana no va a alterar las esencias de la patria. Trasladar esas esencias a un simple encuentro de fútbol es exagerar.
O a lo mejor, no. Porque el fútbol, que no era más que un juego de patanes de una aldea contra otra, que remataban con una invitación del equipo perdedor a vino o cerveza, se ha convertido precisamente en el refugio de la patria. Es la sublimación de las guerras por métodos pacíficos o, por lo menos, más entretenidos y menos destructivos. Todos los símbolos se han trasladado a los estadios, donde dos pelotones de profesionales con los colores de dos patrias pelea por conseguir la victoria incruenta (salvo alguna lesión desafortunada) La pitada al himno está prevista en el esquema de la batalla, que el rey observa desde lo alto. El fútbol se convierte así en una forma de gobierno, con su ministerio de defensa, de economía, de cultura y de hacienda. Y las masas votan, pagan y sostienen a esos gobiernos, pensando que son su patria (de alguna manera lo son) aunque, en realidad no sean más que empresas privadas, multinacionales en ocasiones, que es lo que muchos querrían que fueran los gobiernos y los estados (de hecho el poder de la UEFA y la FIFA sólo es comparable al del FMI y el BCE –para descifrar las siglas, consultar wikipedia–). No es más que un negocio que vende camisetas (las tiendas del Barça vendían la nueva equipación a un precio de oferta de unos 150 euros). La trascendencia de los colores de equipo en el mundo es enorme; en una información televisada sobre refugiados sirios conté a dos de ellos con camisetas blancas de Fly Emirates y uno con azulgrana de la Qatar Airways (ahí ganó el Madrid al Barça por dos a uno) Los equipos no son más que empresas dirigidas en ocasiones por delincuentes comunes. Si caemos en la cuenta de que, además de otras cosas, el sábado jugaron los hombres anuncio de Petronor contra los anunciantes de Qatar Airways, la cosa queda menos patriótica, y los pitos ya no son una cuestión de importancia.

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