domingo, 23 de noviembre de 2014

Iuvenes dum sumus

Diario de Pontevedra. 22/11/2014 - J.A.Xesteira
Suele decirse que la segunda mitad de los años 60 y principios de los 70 fueron la Década Prodigiosa por una serie de motivos y circunstancias que no vamos a analizar (se sugiere como tema de conversación a los postres o a la barra del bar, siempre que se apaguen previamente los accesos a internet, porque, de lo contrario no hay discusión ni conversación, la wikipedia lo anula). Los que tuvimos la suerte de haber vivido nuestra juventud en aquellos años debemos reconocer que la música era el envoltorio, la salsa, la guarnición de aquellos años; en forma de conciertos escasos, discos de 45 revoluciones o himnos de protesta contra el estado de cosas, la música era omnipresente. También la poesía, el cine, la literatura y unas cuantas cosas más que constituían la cultura no oficial y que, por suerte para nosotros, alcanzaron cotas de calidad que no volvieron a lograrse. La canción protesta era una rama importante de nuestras músicas, muchas veces aburrida, muchas veces difícil de entender (Dylan hablaba en inglés que no entendíamos). Pero en los actos callejeros de protesta de oposición a un régimen que tardaba en caer, las canciones eran importantes, tanto que en los primeros días de Mayo del 68, que no había canciones, se llegó a cantar el Gaudeamus Igitur, (“¡Iuvenes dun sumus!”) canción goliardesca y optimista, pero escasamente revolucionaria en el sentido rebelde que nos traía a cuento aquel mayo como el de los franceses. Por eso enseguida se tradujo el “We shall overcome” (creo que fue Franco Grande el adaptador al gallego, aquel famoso “Venceremos nós”) y de ahí siguieron canciones para adornar aquella lucha juvenil contra el mundo viejo. El resto es historia y hay suficientes libros para recordarlo. A donde quiero ir es a que la música adornó la juventud, tanto para los guateques como para las barricadas. En forma de Adamo o en forma de Raimon. Al paso de los años, aquellos jóvenes se instalaron en el poder, y la música pasó a segundo plano; sí se cantaban en los mítines los himnos que casi nadie sabía enteros, y se notaba que la cosa iba forzada; la izquierda acababa con una “Internacional” adaptada a los tiempos (cambiaron a “los parias de la tierra” y la “famélica legión” por “los pobres del mundo” y “los esclavos sin pan”) pero ya no se levantaban puños y muchas veces no sabían cual había que levantar, si el derecho o el izquierdo; la rama galeguista entonaba el Himno de Pondal, larga poesía llena de metáforas y cabreos que nadie se sabía entera y que, en la versión larga, aburría al respetable. Al principio las canciones estaban bien para ir al concierto y después gritar “¡Libertad!” y cosas por el estilo. Pero una vez instalados en el poder, todo quedó en un espectáculo de la progresía, una cosa fina, bien cantada y con letras de peso. Después las canciones protesta derivaron hacia lo que nos venía de América, de payadores perseguidos, de pueblos unidos y comandantes que mandaban parar. Eran buenas músicas y buenos músicos, pero, por aquel entonces, la década prodigiosa ya había pasado y los jóvenes estaban en el poder, inventando la Transición. Y una vez en el poder, la música pasó a ser una parte de los presupuestos municipales para conciertos de verano. Las músicas de los partidos se hicieron por encargo, a profesionales que tenían un Casio y montaban himnos para mítines. Incluso la derecha, que nunca cantó las canciones de protesta, se marcó su música para identificarse. 
De todo eso hace 50 años, poco más o menos. Y ahora aparecen los jóvenes, de nuevo, intentando llegar al poder y vuelven a usar aquellas canciones que todavía tienen jugo para hacer el cóctel político del momento. De repente nos sorprendemos con que los chavales de Podemos canten las viejas canciones que fueron marca registrada de una época. Es un síntoma de los tiempos cambian, y no porque lo diga una canción, sino porque siempre es así. Ninguno de los chavales que están peleando para tomar el poder había nacido cuando esas canciones que ahora son sus himnos (“Cambia, todo cambia” o “L’Estaca”) se cantaban en los pabellones de deportes (por aquel entonces el deporte era poco culto, no como ahora que es la Marca España); toda esta chavalada que aparece en las televisiones hablando con palabras nuevas, con frases sin usar, con sentido común y argumentos propios (no prestados por la globalización y el manual del perfecto capitalista) es hija de los que hicieron la Transición, la Constitución, nos metieron en Europa y en la OTAN y unas cuantas cosas más. Y no les gusta como está el paisaje. Y lo quieren cambiar. Y el que piense que no son más que cuatro hippies (¡que sabrán los políticos vestidos de jefe de planta lo que es un hippy!) está jodido. 
Un día me di cuenta de que envejecía, cuando el presidente de los USA era de mi edad, y otro me dí cuenta de que la cosa se ponía más vieja, cuando los presidentes eran más jóvenes que yo. A partir de ahí todo fue ir hacia la renovación, pero ningún año más que este se produjo un síntoma tan claro de que todo cambia. Los empresarios de las nuevas tecnologías son chavales con camisetas de capucha que cotizan en Wall Street a lo bestia. Los nuevos políticos tienen más conocimientos del la sociedad del momento, que los que están en el poder, a fin de cuentas, tipos caducados, abducidos por unas modas que primaban la competitividad y la inmunidad del poder para contaminarse con políticas delincuentes. El consejo de ancianos está bien para dar consejos, y los jóvenes, para no seguirlos. Aunque se equivoquen. Los partidos en el poder les acusan de demagogos y populistas, y, ¡ay!, no se dan cuenta de que esas son palabras que se usan en último extremo, cuando ya no hay argumentos. La generación de los que nacieron después de que asesinaran a John Lennon está llamando a la puerta, con viejas canciones y con nuevos argumentos, que son los de siempre, y que siempre se olvidan.

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