domingo, 26 de octubre de 2014

Divina comedia

Diario de Pontevedra. 24/10/2014 - J.A.Xesteira
Cada país homologado como democrático (término difuso e inconcreto en el que cabe cualquier cosa con mesa electoral de formica) tiene sus peculiaridades en lo que respecta a su clase política. Por poner tres ejemplos; Gran Bretaña siempre fue famosa por sus políticos que estudiaban en Oxford y despúes se convertían en espías rusos o mantenían relaciones sadomasoquistas disfrazados de colegialas; los franceses siempre levantaban el pescuezo apuntando hacia la “grandeur” mientras escondían a sus amantes e hijas clandestinas y sus negocios sucios con dictadores; los italianos siempre parecieron una película de De Sica, con delincuentes simpáticos, charlatanes de feria y Claudia Cardinale. Basta ir analizando así, como simple aficionado, para ver como la clase política de cada país corresponde unas veces con su folklore (los políticos argentinos salieron de una milonga siniestra, los belgas, de una crónica de sucesos, los irlandeses salen borrachos del pub, los alemanes, del otro lado del muro, y así sucesivamente). A veces son trágicos y a veces cómicos, a veces son la copia de una serie de televisión (como los de Estados Unidos, que oscilan entre los dos partidos, uno patrocinado por la Fox y otro por la HBO) y a veces, como México, son un corrido con música y letra de José Alfredo Jiménez ( “la vida no vale nada, comienza así llorando, y así llorando se acaba). Pueden ser alegres y corruptos como los brasileiros o tristes y corruptos como los japoneses; pueden ser de discurso retórico como portugueses o de discurso mazacote como los cubanos. Sean del partido que sean, derechas, izquierdas o todas las variaciones posibles sobre el mismo tema, todos los políticos, todos los partidos y todos los gobiernos, según el país, tienen su estilo, que los clasifica, los diferencia y les pone la etiqueta, los convierte en un cliché o en una caricatura, pero nos sirve a todos para entenderlos o suponer que los entendemos. Vamos a España. ¿Cual es nuestro estilo, cual nuestra imagen identificadora, cual nuestro paradigma? Usted mismo, sin necesidad de que se lo aclaren, lo entenderá, lo identificará en ese clima que rodea a la política desde los años de la Transición, aquel tránsito suave y lubricado que pasó de Franco a la Democracia sin que se alteraran los fundamentos del Sistema. Para los que no lo recuerden (o no hubieran nacido por aquel entonces) los demócratas-de-toda-la-vida aparecieron como insectos en verano: el político-hormiguita trabajando para el partido; el garrapata (o ladilla), agarrado al calorcito y chupando del bote; el saltamontes, el mosquito picón, la pulga, la cigarra, la araña…Todo un mundo variado de políticos que encontraron sitio en los partidos, que se iban formando por el sistema de amalgama, metiendo dentro a paracaidistas, advenedizos, náufragos, algún que otro ingenuo, bastantes (¿por qué no decirlo?) hombres honrados (las mujeres políticas, en el principio no se consideraban, hasta la paridad legal) y las cuatro efes de Valle Inclán (según Gómez de la Serna), a saber: farsantes, feriantes, facinerosos y faranduleros. Y es que la política y los políticos españoles son territorio de Valle Inclán, que los definió en su momento en su ruedo ibérico (más tarde editorial prohibida) Nuestro estilo es el esperpento valleinclanesco. Sólo desde la perspectiva literaria del gran escritor podemos entender y entendernos como clase política, echarnos las manos a la cabeza ante lo que sucede, cabrearnos hasta el extremo manifestante y cachondearnos de la vida entre la miseria y el despilfarro. Nunca se vio tanto despropósito en la sociedad española, nunca se vio tanto político corrupto, tanto delincuente a la espera de juicio, nunca hubo tanto esperpento en la vida política. Y todo esto, que en otros países, más dramáticos y de formación calvinista, bastaría para montar un escándalo con ceses ministeriales, incluso con cárceles, aquí lo convertimos en chistes, de la misma manera de aquel bar del cuento de Gila, que todo lo que encontraban olvidado por la noche lo picaban para albóndigas. Casos como los recientes que nos han costado miles de millones de euros (aquí ponga el que se le ocurra) acaban, por una parte, en un largo proceso judicial, del que nunca se ve el fin, y, por otro, en el club de la comedia o en los chistes del Twitter. No somos un país serio ni triste, somos un país esperpéntico, inclasificable, propio, raro. Seguramente será porque no invertimos en cultura, sólo en obras públicas de fácil inauguración, o puede que tengamos un gen extraño, una mutación tipo gremlin, que si nos dan de beber por la noche nos transmutamos en tipos vestidos con traje y corbata, nos ponemos un teléfono en la oreja y nos apuntamos a un partido, el que sea, siempre seremos bien recibidos, porque son agrupaciones sin filtro, como los viejos pitillos. El reciente caso del Pequeño Nicolás (como el personaje de los cuentos franceses) es ilustrativo (no es el primero, recordemos aquel Bartolín) y todavía no está suficientemente claro como un zangolotino juvenil pudo vender semejantes fantasías, porque lo que está claro es que sí tenía acceso y relaciones al más alto nivel (la foto de la coronación no es un montaje). En tiempos en que Fraga el Fundador todavía organizaba una de aquellas asociaciones que después serían Alianza Popular, un joven que había sido condenado por diversos robos (buen amigo de los periodistas, que lo conocíamos y con los que se carteaba desde diversos penales) apareció como «el hombre de Fraga» en algunos medios, que se burlaban de que un delincuente representara al partido de la derecha (que se apresuró a desmentirlo). Pues bien, el joven se querelló contra los medios, demostró con papeles que sí era representante del partido y ya no era un delincuente. El esperpento del pequeño Nicolás todavía dará vueltas. El esperpento de Rato, el hombre que pudo reinar (fue la alternativa a Rajoy después de Aznar y pudo haber sido presidente) continúa, la Catalunya Conection de la Familia Pujol (siempre la familia) promete nuevos capítulos, y ya aparecen otros personajes, como Acebes, que convierten al último gobierno de Josemaría en una película de Berlanga, lo más parecido que tenemos a Valle Inclán

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