domingo, 19 de octubre de 2014

El guardagujas culpable

Diario de Pontevedra. 18/10/2014 - J.A. Xesteira
Cuando una gran estructura se desmorona suelen buscar la causa en la parte más in-defensa; si el sistema se va a pique, la culpa se busca en los que no pueden tener decisión en el conjunto del mismo sistema, aunque formen parte de él; cuando sucede una catástrofe que hay que gestionar, se busca el motivo en un mínimo detalle; cuando se pierde la partida de tute se echa la culpa a una baza mal jugada por el compañero. El asunto es buscar la culpa en el otro y concretarla en el que menos se puede defender. Al respecto recuerdo un grave accidente, hace años, un choque de trenes con muchos muertos; los periodistas estu-vimos en el lugar, los fotógrafos hicieron las fotos, entrevistamos a los heridos en los hos-pitales y a las familias en las salas de los depósitos; los días siguientes fueron de relleno de anécdotas de la vida de las víctimass y asistencia a los entierros, hasta que, poco a poco, la noticia fue perdiendo fuelle y desapareció. Meses más tarde, la investigación y el juicio posterior determinaron que la culpa fue del guardagujas, que mandó los dos trenes por la misma vía. Alguien más veterano que yo en aquellas informaciones dijo que siempre era así: “La culpa es del guardagujas” No importaba que el sistema de la red ferroviaria fuera viejo, que las posibilidades de bloquear un convoy en vía equivocada no existieran porque todo era anticuado. El guardagujas, efectivamente, no había cambiado la palanca, por el motivo que fuese (no era más que un factor humano dentro de un sistema mecánico) pero él era el último eslabón, era la baza del tute que perdía la partida, aunque todas las demás bazas sumaran la derrota. Los delegados generales de la compañía, los presidentes, los in-genieros, los jefes, los mandamás, no eran culpables, porque ellos no manejan la palanca del cambio de vías (ahora sabemos que los jefes sólo manejan tarjetas de crédito) pero forman parte de un sistema, manejan el resto de las bazas de la partida que, juntas, llevan al desastre. Las alturas nunca son culpables, y la responsabilidad cae desde arriba como lluvia que solo moja al de abajo, al guardagujas. 
Si repasamos otros accidentes parecidos, vemos como el esquema es el mismo, y los responsables, muchos de ellos políticos, nunca salen manchados. Otro acdcidente, el siniestro de Angrois, con 80 muertos, lleva camino de tener un sólo culpable, el maquinista; el Gobierno (también conocido como la Administración) le culpa de haber tomado la curva a velocidad excesiva; no vale que todos los maquinistas hubieran avisado con anterioridad de que aquello estaba mal, que la señalización no era suficiente y el sistema de seguridad era precario. El resultado final será –seguramente– de culpabilidad para el maquinista y la Administración, a salvo de sus propios errores (el segundo del ministerio responsable de la seguridad en la circulación de trenes fue nombrado ministro de Justicia hace días) El mismo proceso es aplicable al accidente del Metro de Valencia (43 muertos); la culpa fue del conductor (fallecido) y no importó que ya hubiera un accidente en esa curva y nunca se tomaran medidas; nadie asumió responsabilidades políticas. 
La norma del Gobierno siempre es de que la culpabilidad es del último mono del sistema. La Administración, el mando en plaza, nunca tiene la culpa; es como si la derrota de Waterloo ocurriera por causa del cabo furriel. Así, los inmigrantes que intentaron llegar a España nadando y se ahogaran en Ceuta fue por su culpa, por meterse en el agua, no porque las fuerzas del orden (?) les dispararan desde la orilla botes de humo, pelotas de goma y otro material, ni que, después, mintieran los mandos de las fuerzas. No hubo responsabi-lidades. Como no las hubo en el accidente del Yak-42 en el que murieron militares españo-les que ya habían advertido de que las contratas eran una chapuza, que el avión era una chatarra y que los pilotos eran rusos borrachos. Ni de la posterior chambonada de mezclar los cadáveres y rellenar los féretros con restos al buen tuntún, sin respeto alguno. No hubo culpables y el ministro responsable es hoy embajador en el Reino Unido. 
No entraremos en otros casos similares, como el del Prestige, en el que la responsabi-lidad única es del capitan Mangouras, que sólo tenía un barco en peligro, y no de los que gestionaron todo el desbarajuste del chapapote, y que estaban, bien de cacería, bien en pa-radero desconocido. Sólo Mangouras. Ahora aparecen en una auditoría de la aseguradoras 11 millones de euros sin justificar en aquel siniestro, lo cual siempre nos lleva a lo mismo: las grandes catástrofes son rentables (ver Haití, ¿se acuerdan?) 
Pero el Gobierno (la Administración) siempre se afeita para el norte en cuanto surge un problema gordo y echan el balón fuera por la banda. Cualquier escándalo es inmediatamente imputado de inmediato a personal ajeno a la empresa; más tarde, según avancen las investigaciones, comienzan a aparecer imputados cercanos al poder, o personajes directa-mente relacionados con el poder, cuando no, el mismo poder. Pero el proceso siempre acaba en culpabilizar a los guardagujas. ¿Recuerdan cuando comenzó el Caso Gürtel? El primer culpable fue el propio juez investigador, Garzón; el resto fue cosa de chorizos que no tienen nada que ver con el partido del poder, aunque todos estuvieran en la boda de la hija del jefe en el Escorial y los fondos malversados financiaran al sistema en el poder. Como el Caso Bankia, ahora tan de moda con las visas negras: el primer culpable fue el juez que mandó a la carcel a Blesa, que acabó inhabilitado, mientras Blesa y Rato gastaban sus tar-jetas en safaris y vinos de marca. 
El Gobierno nunca es culpable. Ni siquiera en la gestión de la contaminación por ébola. Basta un fallo en el protocolo para que toda la culpa, de forma instintiva y compul-siva, recaiga sobre la propia auxiliar contaminada. Es la reacción clásica del poder. Los culpables son los otros, nunca los que mandan, aunque no tengan ni idea de lo que se traen entre manos.

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