domingo, 7 de septiembre de 2014

La pinta y el aspecto

Diario de Pontevedra. 06/09/2014 - J.A. Xesteira
Cuando vemos fotografías antiguas lo primero que nos choca es que todo el mundo parece más viejo de lo que en realidad era. Lo achacamos a la forma de vestir. Vemos padres y abuelos con ropas que ahora llamaríamos vintage pero en ellos eran de estreno dentro de sus posibilidades (la sociedad de consumo de lo innecesario aún tardaría en llegar, y la gente se arreglaba con lo puesto). El aspecto de cualquiera de nosotros, e incluso de nuestros hijos, en las fotos de colores de la era predigital, marca una pinta que les horroriza; no hace tantos años que los pantalones de campana tipo el-del-medio-de-los-Chichos o las hombreras y calentadores de la más rabiosa actualidad ochentera marcaban tendencia. Aquellas tribus urbanas se identificaban por la pinta y el aspecto. No era nada nuevo, y la vestimenta siempre sirvió para identificar al grupo, desde aquella consigna nacional-sindicalista: “Los rojos no usan sombrero” hasta la dejadez hippie (antes de ser absorbida por el sistema y convertirse en moda cara) siempre estuvo ahí: el envoltorio define al contenido. No hace falta extenderse en la materia para definir cosas que todo el mundo tiene delante, no les voy a explicar como viste un heavy, un punky, un ejecutivo de medio pelo, un pijo, un político (en campaña, en vacaciones o en actividad parlamentaria) o un repartidor de butano. Los uniformes igualan y despersonalizan al indivíduo para incorporarlos al grupo, un lugar placentero, en el que todos podemos ir agrupados a la lucha final. Pero el cambio de la vida, acelerado de manera exponencial, crea una dimensión nueva al envoltorio que nos define, mátiza nuestra pinta y fija nuestro aspecto. Un ejemplo. Hace unos años, la gente que quería estar sana, corría (en los años 50 sólo corrían los deportistas, en los 60 corríamos delante de la Policía, y en los 70 surgió la moda del “streaking”, que consistía en correr en pelotas en un acontecimiento público) Pues bien, esa gente que corría para estar más sana, hacía “footing”, y la moda alcanzaba a presidentes de Gobierno, que hacían “footing” con guardaespaldas o al mismo papa de Roma; depués, se hacía lo mismo, pero se le llamó “jogging”, y ahora mismo se llama “running”, pero el objetivo y la función es la misma. ¿Qué ha cambiado? Básicamente la pinta, el envoltorio. El “footing” se hacía con una camiseta vieja, un pantalón corto y zapatillas baratas, con calcetines bancos de algodon, se solía ir conectado al “walkman”, aquel artefacto de casettes, con cascos. El “jogging” ya requería un vestuario más adecuado, no valía cualquier ropa vieja que tuviéramos por casa; incluso había que llevar el chándal con las rayas, y las zapatillas eran las recomendadas por los marcas de prendas fabricadas en Asia por esclavos; el corredor llevaban un lector de CD portátil. Los del “running” ya son otra cosa, otro estado evolucionado; la ropa, estudiada por los departamentos de tecnología de las grandes marcas, suele ser de licra adaptada a cada cuerpo, el calzado está estudiado para cada necesidad, y la actividad puede estar entre Gómez Noya y un gordo con colesterol, pero la pinta es la misma; los auriculares van conectados a un lector de MP3, que se confunde con el programa que mide ritmo cardíaco, distancias, presión sanguínea y unas cuantas cosas más. El corredor es el mismo, y el sudor es parecido, pero si comparamos las pintas, veremos que el tiempo pasa y lo que marca la diferencia es la ropa. Una comparación entre un abuelo en blanco y negro, un papá en colores desvaídos y un joven fotografiado ahora mismo en la discoteca está en las marcas. Es imposible no vestir una marca a la vista; desde un mínimo cocodrilo en la tetilla hasta un enorme caballista de polo argentino que nos cabalga desde el pescuezo hasta la ingle. El envoltorio nos trasciende; no sólo la camisa y los zapatos nos definen, también el coche (por alguna parte debe haber un estudio sobre la psicología del coche y la necesidad de un envoltorio gigante, poderoso todoterreno para compensar nuestra pequeñez existencial). La clasificación está ahora mismo más clara, al menos en apariencia. Al primer golpe de vista catalogamos a las personas que cruzamos en la acera, por sus vestidos, por el cochecito del bebé, por las gafas de sol, por la gorra de visera… Pero sabemos que las apariencias –a veces– engañan. Nadie diría que ese montañero canadiense con barba cerrada es gay, o que esa niña con aspecto de pequeña barbie está doctorada en filosofía pura,o que ese tipo con coleta y vaqueros medio rotos es notario; porque nuestro esquema está formateado para entender otro envoltorio. Algo así debió suceder en Sevilla, ciudad muy adoradora de imágenes de santos, cuando descubrieron que una Santa Lucía venerada por la ONCE en su capilla, resultó que era un San Juan Evangelista. La talla tiene valor artístico, pero engaña con su aspecto. Es cierto que a San Juan Evangelista siempre se le representa con un aspecto femenino (en tiempos de nuestro estudiantado iconoclasta había un chiste al respecto, cuando Cristo decía: “Pedro, ¿tú me amas?” y el otro contestaba: “Señor, el gay es San Juan”) En el mundo de las adoraciones es corriente disfrazar santos para representar papeles (en mi pueblo, como no había Cristo resucitado, vestían a San Juan Bautista con una túnica, a fin de cuentas, eran primos) Y la fe se mantiene, porque lo que importa es el aspecto. Las más furibundas adoraciones a vírgenes, vistas sin pasión ni fe, no son más que arrebatos hacia una imagen que sólo tiene una cara y unas manos de porcelana, el resto es un armazón de palos; muchas de las imágenes sagradas con fiesta grande (incluso con grado de capitán general con mando en plaza), son pequeñas figuras sin valor artístico alguno. Pero lo importante es la pinta. A fin de cuentas vivimos en un mundo en el que solo vemos caras y manos y el resto es la pinta que nos ofrecen en televisión; por dentro son de palo.

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