domingo, 28 de septiembre de 2014

La decadencia y las convulsiones

Diario de Pontevedra. 27/09/2014 - J.A. Xesteira
La caída de los imperios no ocurrió de la noche a la mañana. A pesar de que en los viejos libros escolaresde Historia la cosa ocurría en un par de líneas de texto, la realidad era mucho más compleja y duradera. De hecho hay cantidad de mamotretos llenos de investigación erudita sobre la caída del imperio romano y análisis exahustivos sobre el caso. En mi libro escolar había una ilustración en la que los vándalos entraban a caballo por el foro romano, y por eso siempre creí que un día los habitantes del Imperio se acostaron imperialistas, y al día siguiente entraron los bárbaros a uña de caballo y se acabó el imperio, por culpa de esa barbaridad. La decadencia de los imperios, el romano, el otomano, el de Alejandro, el napoleónico, fue lenta, tardaron años en caer. Eran otros tiempos, los procesos eran lentos y, sobre todo, no había ruedas de prensa ni redes sociales. Los imperios decaían (vuelvo al tema de la pasada semana) porque el sistema se agotaba, los reyes ya no podían explotar a su pueblo más de lo que lo habían explotado y aparecían los bárbaros, del norte (de Europa o de África), gente nueva que barría con el estado de las cosas. Sobre todo eso hay toneladas de libros con títulos tan sugerentes como La Decadencia de Occidente o El Otoño de la Edad Media, que podrían servir para titular una tienda de ultramarinos o una película de chico-conoce-chica-en-la-Toscana. La caída del poder, o la transformación, o la evolución de los tiempos, como quieran, es el eterno retorno, el ciclo que se cierra y se abre otro nuevo. La pasada semana hablaba de las señales que preceden a la caída del Imperio o, para hablar con más propiedad, el Sistema. Mientras los bárbaros del norte ya nos han invadido en forma de turismo, nuestro estatus se tambalea, y a las señales suceden las convulsiones propias de la caída. Cuando se produce un hundimiento y las cosas se precipitan, bien sea por un choque contra un iceberg o las elecciones del año que viene, no vale decir que las mujeres y los niños primero; se produce un sálvese quien pueda en el que se pisan cabezas, se dan patadas y se roban los chalecos salvavidas; los capitanes pueden quedarse en el puente de mando como el del Titanic o saltar a la zódiac como el del Costa Concordia. Pero el personal busca su sitio y quiere salvar su culo. Mientras, van cayendo ilustres que serán mañana cadáveres exquisitos. Gallardón, sin ir más lejos. No bien acaba de presentar su dimisión y ya las manadas de expertos analistas lo colocaron en sus microscopios con lentes deformantes para dar un dictamen. 
Es todo un personaje digno de estudio, y su puesta en escena de la rueda de prensa, modelo dimisión, es impecable. No es corriente el hecho de que un ministro dimita, y eso es como colgarse la medalla de la dignidad dimisionaria (con pensión añadida de ex ministro) pero en momentos de decadencia, las dimisiones no son tan dignas, son como la cicuta de Sócrates: me muero antes de que me maten. Y en directo (¡qué no daría por ver el discurso de Marco Antonio a la muerte de César en rueda de prensa en el telediario!) Gallardón se fue diciendo frases marxistas (de Groucho) como “fue una experiencia inolvidable” o “no he sido capaz de cumplir el encargo”, lo cual lo deja en el territorio del ¿que-habrá-querido-decir-entre-líneas? Porque el ex ministro de Justicia no es tonto, fue capaz de dar el pego progresista en la oposición y de virar a sotavento en el Gobierno. Su caída no es culpa suya, simplemente le tocó vivir en tiempos de decadencia, en un sistema que tiene fecha de caducidad, y que se puede tomar como los yogures de Cañete, pero te arriesgas a una diarrea. No es el ex ministro la primera víctima, porque las convulsiones en su partido ya se han llevado por delante a otros y otras, curiosamente las mujeres que pasaron por el poder madrileño, Botella y Aguirre, y las convulsiones internas continúan, porque el año que viene toca votar y, aunque no lo parezca, ya estamos en campaña. Ahora sólo le queda a los expertos hacer balance del ministro caído: el tipo que consiguió algo difícil, cabrear a todo el mundo de la justicia, abogados, jueces, fiscales, funcionarios; el hombre que, como alcalde de la capital, consiguió dejar el mayor pufo que recuerda la Historia; consiguió que las leyes sólo funcionen para los ricos, aplicando unas tasas judiciales al derecho a la justicia, y privatizó el registro civil. Y para rematar se va dejándole un agujero electoral a su partido por la zona de la derecha de la derecha. No se puede hacer más en menos tiempo. 
Las convulsiones que seguirán estos días son de ver. Por una parte, el presidente, mientras viaja a China, que es un país que le va muy bien a su estilo, guarda en un cajón (¿o una caja china?) la ley del aborto, deja que el revuelo pose, y abre comercio en el capitalismo comunista de Extremo Oriente. Por otra parte, el Rey Felipe VI (no me acostumbro, siempre me parece una marca de coñac) se deja barba de ecologista y defiende a la Madre Tierra en el despacho de Obama. Y mientras, aquí, el partido en el poder comienza a considerar a los nuevos del PSOE como rivales de peso, y a revolverse para ganar el puesto a codazos en la salida de la maratón electoral del año que viene. Y todos siguen teniendole miedo a Podemos, que ya avisa que no va a las municipales, pero que sí apoyará a las alternativas vecinales que se correspondan con sus intenciones, porque ellos no son un partido, sino una tendencia, una especie de budismo, que no es religión, sino filosofía. Y eso les mete miedo a los partidos tradicionales, que ven como el imperio decae y la gente podría apuntarse a la novedad de los bárbaros del norte.

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