domingo, 3 de agosto de 2014

Con traje y corbata

Diario de Pontevedra. 01/08/2014 - J.A. Xesteira
Todos los grandes hombres llevan corbata. Las mujeres, no, al menos visible. Vivimos –todavía– en un mundo de hombres (“It is a man’s world”, cantaba James Brown, el de “quirep-sex machine”) y los que mandan tienen en el traje y la corbata su uniforme de campaña. El hábito hace al monje, como aquel chiste del muchacho tímido al que su padre le dice que se ponga el uniforme de policía e, imediatamente le entran ganas de pegar. La corbata, esa tela inútil que alguna vez hemos llevado al cuello, es la que imprime carácter; usted coge a un obrero cualquiera, fresador-matricero o reponedor de magdalenas de súper, le pone un traje oscuro y una corbata, y ya le entran ideas de jefe de recursos humanos. Todos los grandes líderes llevan corbata, salvo los pintorescos con chándal, uniforme de camuflaje o chompa andina, que son la cuota exótica, junto con los de la India o los coreanos del norte. Un político africano, en cuanto cruza la frontera entre jefe de tribu y dictador democrático con apoyo de Estados Unidos, lo primero que hace es comprarse un traje y una corbata; los chinos, cuando dieron el paso al capitalismo amarillo, cambiaron la chaqueta de Mao por la de Armani. Incluso la lideresa más masculina, Margaret Thatcher, solía usar un lazo al cuello que era casi una corbata. Cualquier foto de un parlamento, de reunión en la cumbre, de consejo de administración de banco o de empresa en concurso de acreedores, está llena de tipos con corbata (Angela Merkel viste así para no llamar la atención entre tanto personaje vestido de jefe de planta). En política se instaló esa idea absurda de que un padre de la patria debe llevar traje oscuro y corbata; no es una idea de izquierdas o derechas, ni de nacionalistas o independentistas, es una idea superior, incuestionable, una de las pocas cosas en las que están de acuerdo todos los políticos, salvo honrosas excepciones: la última vez que entró un político con un traje de colores en el Parlamento fue Alberti, del brazo de la Pasionaria). Es un uniforme, para que la gente pueda decir: ahí va un político. Es, además uniforme de campaña, de lucha, de desfile y representación, de ir en las procesiones y de ver pasar la bandera y la cabra de la Legión. Cuando el político quiere los votos del populacho y darse un baño de multitudes, se quita el traje y la corbata, se pone en mangas de camisa (procurando no mancharla de pulpo o vino tinto) y se pone, bien un jersey al cuello, bien una cazadora fina; pero, ay, si nos fijamos bien, actúa como si llevara la corbata, que es algo que ya le imprime carácter y se ve que es lo suyo propio.
La pinta hace al tipo, pero muchas veces engaña. Un amigo mío (de esos que tengo a mano para recordarme cosas) decía que tenemos la falsa imagen, por culpa de la televisión, de que los malos siempre aparecen con navajas para robarnos en callejoines oscuros; cuando vemos a un tipo con aspecto de tirado, con pelo largo, de camiseta negra y pinchos en la nariz, pensamos que nos va a acuchillar en el callejón. “Y no es cierto –añadía–, esa es la imagen que quieren que creamos; a lo largo de mi vida, todos los que me robaron, me estafaron, me hicieron la puñeta, en suma, tenían corbata: jefes de recursos humanos que me despidieron, directores de banco que me vendieron preferentes, políticos a los que voté y que me la jugaron falsa, hasta el entrenador de mi equipo de fútbol, que sale al banquillo de traje y corbata… Esos son los verdaderos peligrosos; los otros, los que tienen pinta de malos de película, al menos sirven para buscarte un sitio donde aparcar”. Debe existir en alguna parte un protocolo no escrito sobre el traje en el poder. Todos los políticos y los sospechosos habituales que los sostienen acuden de traje, bien plantados y pisando fuerte cuando son llamados a declarar ante un juez por algún delito de prevaricación, corrupción o, simplemente, robo descarado. Se les ve bien planchados con su corbata en el banquillo, desde el que responden que son inocentes como un lirio o que no les consta que esos millones hayan ido a parar a sus cuentas opacas. Sin embargo, en una de esas contadas ocasiones en las que son condenados, pierden el uniforme, como esos militares degradados que vemos en las películas a los que les arrancan los botonos y les deshacen el nudo de la corbata. El ex ministro Matas, un personaje atildado, bien fardado, entró en la cárcel con polo y cazadora, con una enorme bolsa, como si fuera a jugar al golf o al tenis en uno de los campos que se construyeron con dinero público y que costaron diez veces más de lo normal. Fabra, el tipo de las gafas de sol de Castellón, está aún en la fase de poder llevar corbata y traje, y esperamos verlo pronto con la cazadora de entrar en prisión. A veces la única diferencia que hay entre el Vaquilla o el Dioni y algunos políticos (abro paréntesis para las excepciones) consiste en una corbata y un traje. Cada día aparecen más personas serias, bien trajeadas, que no paran de dar trabajo a los jueces. El penúltimo, Cotino, antiguo jefe de la polícia y ahora presidente de congreso valenciano, un hombre de fe, al que la policía acusa de bailar las cuentas de la visita del Papa. El último, el antaño honorable Pujol, ahora poco honorable, que revela como su padre se hizo una cuenta millonaria en Suiza traficando con divisas y se la dejó a sus nietos y nuera. Y se les olvidó de declararlo, como esas calderillas que un día encontramos en una chaqueta vieja. Una chaqueta de traje, con corbata oscura, de político. Una de las normas que dan a los chavales que acuden a una entrevista de trabajo es que lleven el currículum y traje y corbata. Creo que lo último deberían desaconsejarlo, no sea que los confundan con imputados.  

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