domingo, 25 de mayo de 2014

En defensa de los políticos

Diario de Pontevedra. 24/05/2014 - J.A. Xesteira
El descrédito de la clase política es evidente. La percepción –errónea– de que “todos son iguales” está ya implantada en la opinión general, y ese descrédito, que conduce al desánimo y la rutina en cualquier votación, sin un razonamiento previo de cada elector, nos lleva a llamar democracia a un sucedáneo aguachirle que no tiene nada que ver con lo que se supone que debe ser. De acuerdo en que la clase política no da la talla, no nos resuelve los problemas de la sociedad (que es para lo que están donde están) y que permanecen más preocupados por su partido y su posición (sueldos incluidos) que por resolver los grandes agujeros en que estamos metidos, y que no parecen saber resolver. De acuerdo también en que estos políticos que padecemos y soportamos (por partida doble, con nuestro dinero y con nuestros cabreos) nadan en un mar de corrupciones, ilegalidades (que pronto solucionan cambiando una o dos leyes) y prevaricaciones, en el que muchos (no todos) acaban por ahogarse, pero que, por lo que parece, les compensa; pero la sociedad que hemos construido y de la que formamos parte todos los ciudadanos, no es mejor, tenemos que reconocerlo, y desde hace tiempo hemos aceptado el cambio de una ética y una moral social por el triunfo del dinero y el poder; no somos mejores que los políticos peores, y nadamos todos en el mismo lodo; decimos que “es lo que hay” porque nos es más cómodo para aceptar nuestra pasividad ante las situaciones de crisis, que esperamos que resuelvan esos políticos que no nos gustan y en los que no tenemos fe. También estaría de acuerdo en que los argumentos que manejan los políticos se han reducido a un discurso pobre, a la repetición constante de esquemas escolares: mi partido la tiene más grande que el tuyo y nosotros somos los que arreglamos lo que habéis estropeado vosotros; se reduce así el papel de la ciudadanía a la de simples espectadores que contemplamos peleas sin fundamento y con escasas armas intelectuales y oratorias. La comparación con esos “otros tiempos” que es ya un lugar común en los que hemos vivido la Transición y los debates políticos de otro estilo (con los que estamos comparando a los actuales políticos) es odiosa: los actuales parlamentarios y políticos comparecientes ante micrófonos quedan presos al instante de sus propias palabras, la distancia entre sus cerebros y su boca es inmensa, pero van a toda velocidad y así les salen frases de las que tienen que arrepentirse al instante (el ejemplo de Cañete en plan macho-alfa es una muestra clara). De acuerdo; los políticos de la Transición eran mejores (digámoslo así) pero la sociedad que se movía en aquellos días, también. Desde aquellos tiempos (no tanto, unos 40 años) las cosas cambiaron mucho; pasamos de pelear por conseguir unos derechos a considerar que ya tenemos derecho a todo; y los derechos no caen del cielo como un maná, los derechos tenemos que merecerlos, y para ello hay que ganarlos, y una vez conquistados tenemos la obligación de defenderlos, unas veces contra esos políticos que no nos gustan y otras contra nosotros mismos, que los dejamos escapar sin levantar el culo del sillón desde el cual vemos a la sociedad sin meternos dentro de ella. Cierto es que muchos de los que ahora nos representan en la política eran niños cuando aquella Transición, y otros pasaron por la Transición (y lo que había antes) en el lado cómodo de la vida, donde no caían las porras de los grises (más tarde maderos) y también que gran parte de la sociedad creció creyendo que la democracia no es más que una situación contemplativa, en la que los políticos que tanto denostamos son libres y capaces de hacer lo que les de la gana, porque para eso se han ganado en sus partidos el derecho a chófer y puesto en las listas. Cierto también que en la opinión general se instaló ya la estampa de la política como solución de vida; usted consigue entrar en el partido (uno de los dos con más puestos de trabajo) como simple concejal de aldea y ya irá subiendo a poco hábil que sea y quiera (así hemos creado una clase política de parlamentarios que no son más que concejales venidos a más). También puedo estar de acuerdo en que los políticos mienten, desde el punto en que las promesas electorales no se van a cumplir y ya lo hemos aceptado (es una habilidad que hay que reconocerle a los propios políticos) que la cosa es así: las promesas son para llenar el folleto electoral, pero no para cumplirlas; también mienten (y lo saben, porque si no lo saben, la cosa es peor, lo primero sería cinismo, lo segundo estupidez ignorante) cuando afirman que lo evidente no existe y prometen cosas que saben que nunca se van a cumplir; cuando anuncian que todo está mejorando (aunque solo veamos mejorar a los bancos y a los directivos de las grandes compañías) y que el paro está bajando y va a bajar más (aunque las encuestas digan lo contrario). Si me dicen que los políticos no son más que los muñequitos de guiñol manejados por un sistema económico universal que es la verdadera fuerza que maneja el mundo, y que toda esta tropa no es más que el elemento necesario para que el sistema funcione a mayor gloria del dinero y en contra de los seres humanos que constituimos la sociedad, también puedo estar de acuerdo. Pero ya es hora de reivindicar la clase política y a los políticos, aunque no esté de moda. No todos los que metemos en el mismo saco de la estupidez, la corrupción y el oportunismo merecen el mismo trato. Tendríamos que reinventar la política y reinventarnos como sociedad; volver a la participación y a reescribir la democracia y los derechos que reclamamos y cambiar dos o tres conceptos. Básicamente tenemos que rescatar la política y los políticos, porque, de lo contrario, serán sustituidos por los grupos de decisión económica, que juegan al margen de la sociedad y sin concesiones a ningún derecho social

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