domingo, 11 de mayo de 2014

Visión de Europa (o Euro-visión)

Diario de Pontevedra. 09/05/2014 - J.A. Xesteira
Estamos solo a unos días de que se celebren elecciones al Parlamento Europeo y, a pesar de la campaña en marcha, los datos de las encuestas, que dicen los que suben y los que bajan en la opinión de los posibles votantes, me siguen dominando las mismas dudas de siempre en lo que respecta a Europa: no tenemos ni idea de lo que votamos ni para qué. Y lo que es peor –terrible, por la evidencia del peso que Europa tiene en nuestras vidas– nos importa un carajo. Un semanario portugués tuvo la ocurrencia de realizar una amplia encuesta –y, además, seria– sobre el conocimiento que los votantes portugueses tienen sobre la Unión Europea, ese ente abstracto al que acusaron hace poco de todos los males portugueses, y que concretaron en maldecir a la Troika. Los resultados son desalentadores: la mayoría no sabe el nombre de ningún diputado de su país en Europa y, para simplificar, el desconocimiento de lo que representa Europa y para que sirve la Unión Europea es enorme. Los resultados podrían ser extrapolables a nuestro país, con las mínimas correcciones debidas. Si ahora le preguntaran a usted, lector que un día de estos va a votar (o a abstenerse, que puede ser) en las elecciones europeas, cuantos ilustres ciudadanos nos van a representar durante cuatro años y va a votar leyes que afectarán a nuestra pesca, a nuestro campo, a nuestros estudios, a nuestra sanidad y a nuestra vida en general (y nuestra economía en particular), probablemente se daría cuenta de que sabe muy poco de lo que va a votar y a quien. Si le preguntaran por los parlamentarios salientes, podría recordar a muy pocos, y si le preguntaran por los logros que consiguieron durante su legislatura, no sabrían que contestar. Europa, esa pretendida unión de países que en realidad es una amalgama difícil de mezclar y conciliar, es una gran desconocida; no tiene cara, y cuando tenemos que poner un rostro, generalmente para echarle la culpa de nuestros males, la concretamos en Angela Merkel, en Durão Barroso y poco más, no ponemos caras a la Troika, que es como el Sindicato del Crimen, un misterioso ejecutor al estilo de las peores películas de policías: los sicarios que nos parten las piernas económicas con un bate de béisbol mientras los capos de los bancos fuman unos puros y se ponen unos sueldos y unas jubilaciones insultantes. En ese territorio abstracto no sabemos que hacen y en que trabajan nuestros representantes, esas 54 personas a las que elegiremos (incluso si se abstiene de votar) para que miren por nuestras cosas, cada vez más dependientes del Parlamento Europeo, del consejo de Europa, y, lo que es peor, del Banco Central y del Fondo Monetario Internacional. Esos parlamentarios que saldrán elegidos uno de estos días, que cobrará unos 6.000 euros de sueldo, más 20.000 para oficinas y regalías en dietas y billetes de avión, tendrán, en teoría, el deber de trabajar por nosotros, llevar nuestros problemas a Europa y defenderlos. En la práctica, no sabemos que hacen; pueden perfectamente dedicarse al turismo, sentarse en un bar a tomar unas cañas, aprender idiomas, tocar la cítara o escribir un libro de memorias. Nadie se va a enterar y ninguno de sus votantes le va a exigir un rendimiento. Si somos buenos –que lo somos– no dudamos de la buena disposición de nuestros representantes, de los que votamos, de los que no votamos y de los que nos abstenemos de votar. Pero lo cierto es que no sabemos nada de todo eso, y además, lo dicho, nos importa un carajo. La UE existe, es cierto, y su peso en las decisiones de cada país es cada vez mayor, quizás por la excesiva dependencia económica de la que, alegremente, los países miembros disfrutaron hasta ayer por la mañana. Pero ese peso creciente tiene el contrapeso paradógico de que, a su vez, choca con los Gobiernos de cada país, que acepta las decisiones generales si le gusta y si no, se enfrenta a ellas. En realidad Europa está atada por los Gobiernos y la pretendida unión no existe. Y eso seguirá así, porque es lo que conviene a los poderes supranacionales que controlan la economía sin importarle nada lo que pase con los ciudadanos. Porque, reconozcámoslo, la pretendida democracia que nos venden, no existe; del concepto «democracia» utilizamos a duras penas el sistema, la mecánica de funcionamiento: usted vota cada cuatro años y se hace la ilusión de que con su voto cambian las cosas. No hay nada más, una votación de listas cerradas (confeccionada desde un partido con las gentes escogidas según criterios internos) a la que puede votar mediante un sistema que filtra los resultados finales (la famosa ley D’Hont). Y ahí se acaba todo. El concepto aristotélico de «gobierno de los pobres» es pura utopía; el estado social, que es lo que da vida y arquitectura a la democracia ha sido sustituido por el poder de las oligarquías internacionales («¡arriba, ricos de la Tierra!» sería su himno internacional) y las plutocracias nacionales, que se fotografían con Rajoy en plena campaña y que son los que verdaderamente dirigen los Gobiernos, al margen de que estos sean elegidos en las urnas, mediante el viejo rito de un hombre-un voto. No hay más. El resto es el ruido y la furia shakespearianos, un cuento contado por un idiota. Por eso vemos tanta estupidez en las campañas electorales, tantas frases vacías y tantas promesas de que todo va a mejorar (una vieja promesa que nunca se cumple), todo se va a arreglar (cuando los que lo dicen son culpables del estropicio) y la salvación vendrá de que ellos sean elegidos. Por todo eso es difícil pensar en los motivos que mueven a los electores a repetir el ritual absurdo de las elecciones europeas. Tan absurdo como el festival de Eurovisión, un rito viejo, sin gracia y obsoleto, pero que todos los años se repite sin que nos interese lo más mínimo. La diferencia está en que la música del Parlamento Europeo nos va a amargar la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario