domingo, 29 de diciembre de 2013

Empacho de gastronomía


Diario de Pon tevedra. 28/12/2013 - J.A. Xesteira
Por tradición las fiestas de Navidad son para empacharse de viandas variadas y para celebrar el nacimiento del Mesías (tanto para los que creen en él como para los que no) con una resaca triunfal mientras se canta el “a belén pastorés”. Es tradición variable, y aquellas cenas con pollo de casa, ollomol o bacalao cocido con coliflor casi son cosa exótica. Hoy las cenas son como más fino, aunque la resaca sigue en el portal de belén que ya ni existe en plan figuras de barro (es más práctico un árbol de Navidad de los chinos, plegable y aprovechable para el año que viene, y mas ecológico). La cena navideña, ya es cosa de expertos, a juzgar por la enorme cantidad de libros sobre gastronomía que se amontonan en las hiperlibrerías, en la zona de regalo, impulsados por el auge de programas de televisión en los que se utiliza la cocina como objeto de culto, de concurso-humillación, como asesoría de salud, como espacio de arte y ensayo o como pasatiempo folklórico-pailanesco. Nunca se consumió tanta sabiduría culinaria como hoy, si atendemos a la venta de libros de cocina y a la presencia reinante en los medios de comunicación de grandes expertos en inventar formas y maneras de comer. Se veía venir. Desde aquellos primeros programas de televisión en blanco y negro (“¡Siempre que vuelves a casaaa me encuentras en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masaaa!” cantaban Sabina y las Vainica Doble) hasta el despiadado chef gordo que hace honor a su apellido (ver en el DRAE la cuarta acepción de la palabra “chicote”) y azota a una tropa de pardillos que pretenden ser Arzak sin saber quien era Brillat Savarin. Se veía venir; empecé a sospechar en una ocasión en la que un amigo nos invitó a sus bodas de plata y en el banquete sirvieron un “mousse de lacón con grelos” servido en copa, entre la coña universal de todos los acostumbrados a la alimentación base de Galicia (cualquier variedad del cerdo y de postre tarta-contesa-con-chupito-balantines o licor café). La originalidad derivó en restaurantes con más bombo que platillo, en los que deconstruía, se vaporizaba, se recurría a la química del carbono para emplatar unos dibujos animados de la gastronomía y cobrar como si fuera un aguafuerte de Rembrandt. Como la estupidez es contagiosa, las colas para dejarse cobrar en algunos restaurantes y poner cara de haber entendido y gustado las ocurrencias del chef tenían demora de meses; no pasaba nada, porque, generalmente, la tarjeta que rascaban después del “expresso” (en estos sitios le llaman así al café solo) era una tarjeta corporativa, directamente conectada con gastos de representación y desgravación automática en las Islas Caimán. De ser ciertas las cifras de ventas de libros gastronómicos a estas alturas deben ser legión los españoles que aprenden nuevas recetas, nuevos trucos, distintas cocinas y fórmulas en los miles de libros de gastronomía que se han regalado estas navidades. Lo cual es sorprendente, porque una de las características más sobresalientes del español medio (el bajo y el alto, también) es que nunca leen las instrucciones de funcionamiento de cualquier utensilio: simplemente operan por instinto y a la fuerza, aunque desbaraten el utensilio en el primer intento o trabajen con él sin los seguros puestos. Sin embargo, por lo visto, se leen las instrucciones para preparar un –pongamos– arroz con bogavante deconstruido y caramelizado con algas japonesas. Si existe una relación de causa y efecto entre la cantidad de libros de recetas vendidos y la aplicación a las cocinas de este país, deberíamos ser una sociedad de tipos finos, saludables, y alimentados mediterraneamente. Pero, por lo visto y por lo que dicen las otras estadísticas, cada vez hay más gordos y gordas. Y esas estadísticas no hace falta buscarlas en los papeles, sólo hay que salir a la calle y contemplar culos y barrigas que muestran a las claras que su alimentación viene más del lado oscuro de las estanterías de los súper que de la Guía Michelín; el relleno está en los restaurantes de comida rápida y la ingesta de productos engordantes (aunque traten de compensarlo con yogures para el tránsito). Lo de la gastronomía debe quedar para presumir de experto en los fogones. En realidad lo mejor de la comida es poder comentarlo (como lo de acostarse con Ava Gardner) y presumir de haber comido en tal sitio o de haber saboreado tal comida. Sucede otro tanto con los vinos, una variedad de los libros vendidos estas navidades. Todo el mundo parece saber de cosechas, añadas, variedades e, incluso de las manos de sulfato que tiene cada crianza. En realidad todo es para presumir; la mayoría se bebe el vino y le gusta o no; otra mayoría hace lo mismo, pero, además nos descifra los secretos que el resto, profanos bebedores sin clase, no hemos sabido encontrar. Los que de verdad saben de que va la cosa suelen ser más discretos y cobran por hablar del vino. La cocina actual es como llamarle ciclogénesis explosiva a un temporal, o decir que estamos a siete grados, pero la sensación térmica es de cero grados en vez de decir que hace frío. Si creemos en las ventas y la utilidad de los libros de gastronomía, debemos suponer que estas navidades son unas fiestas gastronómicas de altura. Pero ya han puesto anuncios para recordarnos otra cosa. Hay gente que pasa hambre en Navidad. Lo dice la tele de los concursos de chefs; Cáritas y los bancos de alimentos no dan abasto a atender a gentes a las que les han deconstruido la vida. Como parece que todo vuelve (Gallardón nos retrocede a la época de los abortos en Londres) hemos vuelto al blanco y negro de Berlanga, y ya podemos sentar un pobre a la mesa. Los hay de sobra, pero sólo se sientan a las mesas de otros pobres, un poco menos pobres que ellos. Supongo que entre tanto libro de regalo gastronómico habrá alguno de recetas tres-estrellas-michelín con productos de contenedor de súper o con raciones de bancos de alimentos. Es lo que se va a llevar esta temporada

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