sábado, 16 de marzo de 2013

Sin Internet


Diario de Pontevedra. 02/03/2013 - J.A. Xesteira
Les cuento. Estas pasadas semanas me vi envuelto en un proceso que muchos de ustedes habrán vivido. Me refiero al cambio de compañía suministradora de internet. No voy a dar nombres, porque en esto, como en muchos avatares de la vida, cada uno cuenta su feria, y lo que a unos le va bien a otros les va de pena. El caso que me ocupa comenzó con la absorción de la marca que me facilitaba el acceso a internet por otra empresa; en el cambio de titulares me encontré un día con que no podía entrar en la Red y llamé al teléfono gratuito donde me resolverían ese problema. Ahí me enteré, en días sucesivos de que la cosa no era tan fácil. Unos días me hablaban de la «portabilidad», otros, de «un error de comunicación interno», otros, que era un pequeño fallo «del volcado de datos». Durante más de un mes hablé con diferentes personas con distintos acentos del mismo español; presumo que al otro lado del teléfono hay un joven o una joven cuyo cometido es aguantar a los iracundos clientes que llevan un mes sin internet. Antes de hablar inspiro profundamente, pronuncio el «Ooooommm» de los lamas como un ejercicio de yoga y me hago el firme propósito de no enfadarme con la voz del otro lado. Después de marcar el uno si quiero una cosa o el dos si quiero otra (en realidad no sé cual es la cosa que me hace falta) aparece la voz de Antonio, Sara, Carlos, Elena o Carmen que me dicen en que pueden servirme; les explico el asunto y me dicen que no cuelgue, me colocan en la oreja un taladro en forma de musiquilla de tranganillo y pasa el tiempo, así voy de voz en voz y de departamento en departamento. El resultado final es que están trabajando en ello. Uno y otro día. A veces mi espíritu budista se pierde y surge el gremlin que todos llevamos dentro. Se me ocurrió ir anotando los días y el tiempo que estuve al teléfono intentando solucionar el problema. En vano. El resultado final fue que tuve que darme de baja. No les cuento nada que ustedes no sepan, bien en carne propia bien en carne del vecino. Ahora estoy en otro proceso, el de solicitar el servicio con otra compañía; de momento sólo estoy en el comienzo, ya les contaré como acaba la cosa. La consecuencia inmediata fue que me quedé como el coyote de Correcaminos cuando se salía de la montaña y se daba cuenta de que estaba en el aire. ¡Maldición, no tengo internet! Y todo se precipita. Para empezar, este artículo que ustedes (los quince o dieciséis lectores que me tocan) leen en el Diario, no podía enviarlo; tampoco podía consultar en Wikipedia mis grandes lagunas culturales, ni leer por la cara los periódicos habituales, ni recibir correos que nunca pedí de cosas que no quiero comprar. Quedé como tuerto. Y cabreado. Pero un mes da para muchas reflexiones, y poco a poco me fui adaptando a la nueva situación. Metía el texto en un «pincho» (también conocido como «pen drive») y lo llevaba a casa de un amigo o a cualquier ordenador que se pusiera a tiro (incluso llegué a enviarlo desde un ordenador de organismo oficial). El correo lo abría mi hijo y si había algo interesante, me avisaba. Y el resto no llegó a afectarme de manera grave. En un periódico que leí en una cafetería decía el director de cine Michael Hanecke que él no leía periódicos ni iba al cine ni salía mucho de casa. Al margen de la chulería que se le supone por ser un director de culto y andar de raro por la vida (aunque haya ganado un Oscar a la mejor película extranjera que no verá nadie) el hecho de no leer periódicos no es tan malo como parece. Al menos para la capacidad cultural del lector (para las empresas periodísticas es fatal, claro). Se puede vivir sin información, Hanecke lo hace, al parecer, y si un director de culto es capaz de montar una ópera de Mozart sin leer lo que dicen de él al día siguiente, ¿qué no seremos capaces los simples mortales, que ni dirigimos «Cossì fan tutte» ni nada parecido? Este mes de cuaresma comunicativa también me sirvió para escribir cosas y leer más cosas. Escribir es fácil. Me refiero a escribir con sentido literario, como para publicar. Se editaron el año pasado en España 60.000 títulos, que puestos en ejemplares a la venta son muchos (si los consideramos como pasta de papel, son un amazonas deforestado sólo para publicar). Si tenemos en cuenta que por cada libro publicado hay unos cuantos que no se publicarán deducimos que hay muchos miles de libros escritos, lo cual dice a las claras que escribirlos es fácil, cualquier puede hacerlo (y viendo lo que hay en las librerías, muchos de esos cualquieras también puede publicarlo). Pero a todo esto hay que añadir lo mucho que se escribe para que los textos circulen de ordenata a ordenata o de móvil a móvil. Lo que se llama ahora redes sociales es un enorme alcantarillado de textos, de frases y de mensajes comunicando vidas con vidas. Lo malo es que las palabras escritas las carga el diablo y a veces disparan para atrás. Los correos que un día Urdangarín enviaba a su socio y que el juez acaba de aceptar como auténticos pueden ahora ser su perdición. Las tonterías que se dicen en Twitter son inocuas (más o menos) cuando se cruzan entre alumnos de bachillerato, pero cuando las escribe el diputado Tony Cantó, la cosa cambia para mal. Incluso el Papa; no hay quien me quite de la cabeza de que dimitió por no tener que escribir chorradas peligrosas urbi et orbe en su Twitter recién inaugurado; sin embargo el cardenal Mahoney anunció por ese medio que irá al cónclave y que no dimitirá por una cuestión de faldas de monaguillos. Somos rehenes de nuestras palabras, y más si las ponemos en la red social. Por eso, no se está tan mal sin línea ni correo.

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