sábado, 16 de marzo de 2013

Embalsamados


Diario de Pontevedra. 15/03/2013 - J.A. Xesteira
Todos los líderes son carismáticos, si no, ¿qué porquería de líder serían? Hugo Chávez supo labrarse el carisma a golpe de efectos especiales, como los de aparecerse a sus fieles en la televisión, de la misma manera que los santos y los dioses se aparecen a pastorcillos o a San Pablo camino de Damasco (actual Siria bombardeada). Chávez desplegó ante los ojos del pueblo venezolano, empobrecido por variados gobiernos que hicieron de la corrupción un estilo, las viejas consignas, el sable de Bolívar, el populismo de las revoluciones contra los gachupines, y los uniformó con los colores de su partido, su boina y esa insufrible cazadora de chándal con los colores de la bandera. Y les arregló un poco la vida; no lo bastante como para salir de pobres, pero si lo suficiente como para darles esperanzas, un poco de orgullo y dignidad en pequeñas dosis y grandes aspavientos. El líder carismático hizo bandera de su lucha contra la corrupción y él mismo se mostró incorruptible. Sus fieles ahora llevan un paso más allá la incorruptibilidad y lo embalsaman. Es una norma de los santos, sean cristianos o no; desde Santa Teresa (que sólo es medio incorrupta, un brazo apenas) hasta San Felicísimo, que es un santo de mi infancia, que viajaba por el vecindario en una de aquellas capillitas de madera, tumbado en una cama vestido de obispo o algo así, hay una larga lista de personas que murieron en olor de santidad (¿a que huele la santidad?; es una pregunta de anuncio de compresa) y permanecieron incorruptas en su sepulcro. Para los por si acaso, como Chávez, mejor confiar en la ciencia y convertirlos en momia-maniquí. La técnica forense hace virguerías con un cadáver. Con motivo de la muerte de Chávez han salido a la luz los ilustres que podemos ver en sus cajas de cristal, como Blancanieves, y otros que duermen el sueño eterno tal cual eran en el momento de la esquela. Todo el que haya viajado a Moscú habrá hecho cola ante el mausoleo de Lenin, el más famoso; pero también están visibles Mao en Tiananmen, Ho Chi Min en Ciudad Idem (en contra de su parecer; quería ser incinerado), Juan Pablo II en alguna cripta del Vaticano, o los líderes coreanos en sus megamausoleos. También supimos estos días que Dalí fue momificado (en sus últimos días ya parecía más egipcio que ampurdanés) y Perón y su esposa, la más célebre momia que viajó después de muerta en una turbulenta historia de espionajes y misterios (leer “Santa Evita”, una excelente novela de Tomás Eloy Martínez). Las variantes de esa inmortalidad aparente vienen del antiguo Egipto y sus faraones amojamados bajo la Más Grande Arqueología Jamás Construida; y la otra especialidad, moderna, es la de los que, como Walt Disney, están metidos en una nave de ultracongelados a la espera de no se sabe qué. Lo importante es que no se puede desperdiciar la utilidad pública de un cuerpo carismático y el posterior beneficio económico, político y social de un santo, vaya vestido de romano o con uniforme de las fuerzas armadas bolivarianas. El viejo culto a la muerte y al más allá se traduce en un uso interesado en el más acá y se acentúa así la necesidad de reciclar el envase del espíritu que en vida animó a los votantes a elegir presidente a Chávez, a caminar la Larga Marcha de China desde el comunismo del Libro Rojo hasta el Capitalismo de Blade Runner, o, simplemente, a aprovechar el pasen-y-vean de la Plaza Roja, como un espectáculo turístico. Los santos siempre han dado buenos beneficios, ya sean incorruptos o en procesión. De aquí a las próximas elecciones venezolanas veremos la nueva etapa de su revolución con el líder metido en su hornacina y comprobaremos la eficacia de la fórmula de mantener al yacente ante los saludos militares de los que van a desfilar delante su cadáver. Las diferentes modalidades sepulcrales merecerían una enciclopedia. Van desde la humildad incinerada de Gandhi (polvo al viento, “dust in the wind” que cantaba Kansas) hasta la megalomanía de Franco, que aplicó el sistema compostelano: poco cadáver (en el caso santiagués, ningún apóstol) pero un contenedor monumental, grandioso, catedralicio, faraónico, pasmo de visitantes y foto de recuerdo. En lugar de poder ver a un cadáver embalsamado, lo cubren con toneladas de piedra y el resultado es el mismo: una peregrinación laica y saludos al muerto. En cualquier viaje por los cementerios famosos siempre hay tumbas a las que acudir como si fueran a la romería de San Benitiño. No sé lo que pedirán los jóvenes ante la tumba de Jim Morrison en París (cuando pasé por allí había niñas compungidas que ni siquiera habían nacido cuando Morrison vivía, pero pasa lo mismo con San Blas y el resultado es parecido); de la estatua original no queda nada, sólo un colillero de canutos delante de un policía aburrido de estar allí. Un poco más arriba, en el mismo cementerio, la tumba de Oscar Wilde es otro punto de atracción para hacerse la foto y meter en las rendijas de la estatua de un león un poema. En el fondo de la cuestión está la necesidad de trascender, de dejar el mensaje, de estar presente en las decisiones futuras, de proseguir la obra que la muerte detiene. Los venezolanos creyentes irán a pedir al cadáver de Chávez que los guíe, como si llevaran un ex voto de cera a San Amaro para que les cure el mal. En el fondo no es mala idea, sólo un cambio de estrategia obligado por las circunstancias. Podríamos aplicar el mismo sistema a la situación crítica actual de esta España nuestra. En los momentos en que la democracia se corrompe por múltiples vías de agua, tendríamos que embalsamarla. Primero hay que vaciar todos los fluidos interiores por donde corre el dinero invisible, después inyectarle sustancias conservantes de moral y ética; eliminar las vísceras susceptibles de podredumbre, como los que sustentan los poderes para beneficio propio, y después aplicar un barniz protector. Dicen que los cadáveres embalsamados brillan en la oscuridad. Mejor, así podríamos distinguir un verdadero sistema democrático embalsamado. Y descansaríamos en paz.

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