lunes, 17 de diciembre de 2012

Derecho a la música


Diario de Pontevedra. 15/12/2012 - J.A. Xesteira
Pillo una revista gratuita sobre música y actuaciones de grupos de pop o de rock o de eso tan impreciso que llaman música joven. La revista está muy bien confeccionada y aceptablemente escrita (en los tiempos que corren, que un medio impreso esté aceptablemente escrito ya es un triunfo). Pero, a medida que paso las páginas, me doy cuenta de que estoy fuera del tiempo; yo, que presumía de experto en música pop-rock-country y otras hierbas, enciclopédico desde que Elvis se fue a la mili hasta que los Zeppelin se volvieron a reunir, me enfrento con la realidad doble: hay miles de grupos y no conozco a ninguno. Leo lo que dicen los chavales, agrupados bajo un nombre en inglés o español, y en todos se advierte cierta tendencia en tomar como referencia la música de los años 60-70 (mi música) lo cual es comprensible: ninguno había nacido y para ellos supone ya una época histórica. Y ahí se establece una reflexión: imitan o se inspiran en músicas de una época dorada, en la que poseer una guitarra eléctrica era casi un imposible, grabar un disco, un sueño, y hacerse rico con ello, una utopía. Por el contrario, ahora mismo los equipos e instrumentos están al alcance de cualquiera, grabar un disco es muy sencillo, pero venderlo es imposible y hacerse rico con ello es tan utópico como antes. Nunca hubo tantos chavales capaces de hacer música, de grabarla, de empaquetarla y de nada más. Actuar en público sólo es posible si se hace gratis (o, incluso, pagando) y arañar unos euros por actuación o por venta de cedés en la puerta es la única opción a la vista, salvo a unos escasos y fugaces elegidos del momento, que andan en gira de seis o siete actuaciones. Debo suponer que entre los miles de grupos que pululan por todo el país, de todos los estilos, hay joyas escondidas que rara vez emergen de la masa. La música no se vende, los estantes de cedés en las tiendas y grandes almacenes son cada vez más reducidos y esa parte de la cultura que comprende la música popular, parece morirse de facilidades y de obesidad mórbida. El fenómeno musical no va a ser estudiado, no interesa, supongo, y en el apartado cultural del ministro sonriente (el auténtico Jocker de Batman) no creo que se vaya a tener en cuenta a los miles de chavales que aparecen en las revistas gratuitas con aspectos de acabar de citarse por Twiter para una protesta de indignados. Mal lo tienen. Y lo paradójico es que nunca tuvieron tantas facilidades para construir sus proyectos sonoros. Volvamos hacia atrás, hasta Mozart, que también era un pop de su época; la posibilidad de que tocase un clavecín o un pianoforte estaba reservado a él y media docena más (¿que haría Mozart si levantara la cabeza ahora mismo? Estaría maravillado con la cantidad de teclados a su disposición y disfrutaría como un bellaco con sintetizadores de última generación y todos los cachivaches posibles) En su tiempo, el músico era un privilegiado (aunque no rico) y su música era auténticamente pop. La época dorada de los años 60-70, que es la referencia para los miles (millones, si tomamos como referencia el mundo, ya que las músicas del mundo están a un clic de ratón) eran bastante penosas; la Fender stratocaster, el icono de los años 60, era un objeto que sólo existía en las portadas de los discos. Cuando el sistema capitalista se dio cuenta de que los jóvenes éramos una masa de consumidores a estrenar, se produjo la explosión de todos conocida, la década prodigiosa, la edad de oro del rock y todo eso que se puede consultar en enciclopedias y páginas especializadas. Pero los guitarristas y cantantes de ahora mismo, en general buenos músicos, que manejan instrumentales valorados en miles de euros, que tienen su primer disco en un mercado que no existe, que componen sus propias canciones (aunque muchas de ellas sean refritos de otras ya ancianas, como siempre fue), que buscan su lugar en las referencias de las revistas gratuitas o de pago, que buscan, además, un lugar en un escenario cualquiera, aunque sea el pub de un amiguete que les dejará actuar a cambio de cervezas... Esos lo tienen crudo. Se pelean por su derecho a la canción, pero son demasiados, y ya no hay industria que los ampare. La propia industria se murió de tanto exprimir esa gallina que dio tantos huevos de oro. Le echarán la culpa al pirateo y otras cosas, pero no es cierto. La misma multinacional que vende el aparato de piratear es la que controla el mercado de los discos (en realidad sólo hay en el mundo tres discográficas, que son multinacionales que a su vez tienen intereses en otras áreas de la comunicación y de la industria informática) La legión de chavales que intenta subir a un escenario tiene que reinventarse, editar sus discos, venderlos por su cuenta y sobrevivir en un mundo distinto de los héroes que a menudo imitan. Sólo los DJ’s parecen sobrevivir, pero eso es otra cosa. Los tiempos son malos para la cultura. Los libros se venden en pilas de novedades, como si fueran cervezas o botellas de aceite del hiper, se producen más libros de los que se pueden leer y más de los que vale la pena leer; el cine está vacío de propuestas que no sean dibujos animados (el resto lo verán en casa por diversos sistemas, siempre cercanos al coste cero). En el contexto de la cultura de masas (en la que el concepto arte en la cultura había sido sustituido por el de producto de consumo), nos morimos de inflación, de obesidad. Pero la música de miles de chavales no encuentra salida; la habían reducido a mercancía y ahora tenemos a miles de posibles genios del jazz, del rock, del folk o del pop rompiéndose la cabeza para salir adelante. Saldremos adelante; el otro día, María Dolores Pradera, a sus 88 años, decía: «Siempre habrá música; sin ella, la vida sería más triste». Y por encima va y se muere Dave Brubeck.

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