sábado, 6 de octubre de 2012

El miedo es un bumerán


Diario de Pontevedra. 06/10/2012 - J. A. Xesteira
El miedo es un arma fácil de utilizar y difícil de controlar. Tiene olor (huele a sudor seco) y sabor (sabe a cobre) y todos lo hemos experimentado alguna vez a lo largo de nuestras vidas; ya desde la infancia sabemos de que va la cosa y a veces el mayor miedo nos lo provoca algo que no existe, que podría suceder y que está en una hipótesis de futuro. Nos eriza el pelo de la nuca y nos provoca descargas eléctricas por las sienes. Ha sido desde siempre un argumento de dominación, ya por amenaza directa o por insinuación. Es un arma política, el motivo que esgrimen los candidatos para ganar un voto: fuera de mi está la perdición, sólo conmigo seréis felices. Pero así como el uso dosificado del miedo desde el poder es eficaz para controlar a una sociedad, el exceso provoca reacciones difíciles de controlar; es como el juego de las siete y media, quedarse puede ser malo, pero pasarse es peor. Los gobiernos que funcionan con códigos éticos y juego limpio (¿queda alguno?) no necesitan del miedo para gobernar. Éste se aplica, generalmente, cuando las cosas se salen de su cauce y amenazan con arrasarlo todo. Y las cosas se salen de madre cuando se hacen mal, como esos pueblos andaluces construidos en los lechos secos de los ríos; basta una gota fría para que las aguas busquen su propio camino. Desde hace unos años, los mismos de la Crisis, se ha estado metiendo miedo al personal con amenazas de futuros mucho más negros. Se aplicó la receta de que hay que recortar, rebajar, despedir, eliminar derechos, sustituir conquistas sociales, convertir al trabajador en un siervo manumitido, conceder al capital bancario la patente de corso para desahuciar, estafar con preferentes y jugar a la ruleta rusa global y todo para evitar males peores. Ese miedo fue usado de manera sesgada, al tiempo que decían “¡es lo que hay!” Y se inculcó el miedo en la gente, el miedo a perder el trabajo, el piso, la pensión, el servicio sanitario, la escuela pública y gratuita, los servicios sociales, los derechos conquistados y merecidos. Todo, decían, para que el país siga adelante. Pero se olvidaron de meterle miedo a los mercaderes, que siguen pidiendo más y más para tapar su avaricia y su ineptitud como administradores de capitales, y su impunidad como vulgares trileros retirados con pensiones millonarias. Los especuladores y financieros gozan de total libertad porque las leyes les amparan y, además no tienen miedo ni nadie que se lo meta en el cuerpo. Pero igual que el juego de las siete y media o las lluvias andaluzas, pasarse es fatal, y entonces el miedo se transforma en un bumerán y se vuelve contra uno. Cuando el miedo alcanza a millones de parados y al resto de los amenazados por la rabia contenida, sale a la calle y se transforma en la gota fría que lo arrasa todo; se reproducen viejas modas y viejos gritos. Entonces el miedo llega al poder, y el gobierno se encuentra con elecciones anticipadas por todas partes, la marea de protestas en cada rincón. Y vienen los miedos. Miedo a los resultados electorales, ahora con un paisaje diferente, con más parados, más cabreados, menos credibilidad, menos arcadias felices que ofrecer, menos soluciones y sin posibilidad de echarle la culpa a los demás. Llegan nuevos miedos y se teme hasta a las palabras. Basta con que los personajes de la derecha catalana (por si no lo recuerdan, los llamados independentistas catalanes son de derechas) reclame otra vez la independencia, para que en Madrid les entre otro miedo. Basta con pronunciar la palabra “federalismo” para que reboten las más altas instancias de la nación, como si la nación fuera una propiedad privada y la palabra federal fuera un vade-retro. Basta con decir reforma constitucional para que se rasguen las vestiduras como si la Constitución fuera la Biblia (por otra parte un libro bastante dudoso) fija e inmutable. Hay miedo a las palabras viejas para conceptos nuevos, el mismo miedo que hay a las palabras nuevas en las mismas calles de protestas viejas. Los tiempos se revuelven y cuando el miedo es incontrolado y no se puede ir más abajo, todo el resto es subir. Con miedo se dan órdenes y se piensa mal y sin control. Y se mandan a la calle policías con miedo dentro de su cáscara de madelmáns negros. Los que tenemos cierta edad (es decir somos viejos) hemos visto el miedo desde que los uniformes de la policía eran de chaqueta gris hasta los actuales modelos de crustáceos con caparazón. Las manifestaciones en las calles son las mismas y su funcionamiento es igual desde siempre. Si el ministro de turno sale diciendo que la culpa la tienen los manifestantes es que sabe poco de manifestaciones o que, además, miente. En una confrontación callejera pasa de todo, pero siempre se escapa de las manos de la autoridad competente (lo de orden público es un eufemismo inventado en el franquismo, una época en que a todo se llamaba por otro nombre). Las razones que desde Gobierno y policía se han dado para las cargas policiales en Madrid, aún poniendo en duda la afirmación popular de que había agentes provocadores (siempre hubo policías de paisano en medio de la merienda), demuestra una incompetencia seguramente provocada por el temor a una situación que ya no controlan; el miedo que lanzaron para mantener el estado de las cosas les viene de vuelta a gran velocidad y con peligro de darles en la cara. Afirmar que Quinteiro, un hombre de 72 años, sentado en el suelo, agredió violentamente a un policía acorazado refleja varias cosas: una, que no han estado en muchas manifestaciones; dos, que la disculpa es una mentira; y tres, que la gente ya se ha comido su propio miedo y pide lo que le prometieron. A menudo utilizo una frase del Payador Perseguido de Atahualpa Yupanqui para momentos como el presente. Cantaba: “Es una falsa experiencia vivir temblándole a todo; cada cual tiene su modo, la rebelión es mi ciencia”.

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