sábado, 27 de octubre de 2012

Cosas que todos sabíamos


Diario de Pontevedra. 26/10/2012 - J.A. Xesteira
A estas horas, las pasadas elecciones autonómicas ya son sólo materia para que los grandes debatidores de los Medios expliquen los cómos y los porqués del asunto; lo mismo deben estar haciendo los parados y jubilados en las esquinas de las plazas o en las barras de los bares. Las conclusiones son similares, los debates por ahí se andan; la única diferencia es que los grandes estrategas televisivos cobran por su presencia y sus sentencias fundamentales, y los parados y jubilados pagan por las cañas y los manises. Los resultados serán tema de análisis en secreto por cada partido, desde el conocido «¿que-he-hecho-yo-para-merecer-esto?» hasta el «tenemos-cuatro-años-por-delante-para-cagarla». Pero la vida sigue igual, o parecida. Y pasaremos del Halloween (antes Todos-los-Santos) hasta el puente de la Constitución para llegar a la Navidad. Mientras tanto, los grandes estrategas seguirán explicando por un tiempo (breve) las elecciones y el nuevo paisaje parlamentario gallego, y pasarán a otra cosa que merezca una explicación a debatir delante de las cámaras. No me encontrarán delante de ellos, en mi sofá de la tele; hace años que me quité de debates y tertulianos, lo mismo que me quité del pitillo. Un dato. Al día siguiente de las elecciones vascas y gallegas, la Bolsa siguió a su aire, lo que puede demostrar que la política no tiene nada que ver con la economía o que la economía está por encima de los movimientos políticos que no le van a hacer daño; tan fuerte e independiente es el negocio que no precisa de respaldo de los políticos. Hacen lo que les da la gana con las primas de riesgo, las calificaciones de las agencias y las compraventas de la vida de los ciudadanos. Con total impunidad, mande quien mande. Nadie les manda parar, aunque todo el mundo sabe que hay que detener el salvajismo del capital a su libre albedrío. Cuando toquemos fondo (dentro de nada) lo intentarán, pero para entonces ya será tan tarde como condenar a Lance Armstrong por haber hecho trampas en el Tour. Lo sabíamos hace tiempo: Lance Armstrong se drogaba. Hay cosas que son imposibles y sus triunfos eran una de esas cosas; cualquiera se olía que un deportista, por muy bueno que fuese no podía ganar siete veces seguidas la carrera más dura del mundo. Intuíamos que había algo más; y eso lo veíamos en el televisor del bar. Los organizadores y expertos de la organización, gente que sabe de eso mucho más que nosotros, a fin de cuentas simples espectadores, tenían que saberlo y tenían que haber investigado el trasfondo del asunto. Pero no, estaban encantados con los triunfos amañados del corredor americano, y lo sabían, o, por lo menos, tenían las mismas sospechas que tenía todo el mundo. Veíamos que no era un deportista, sino un ganador, no jugaba limpio, actuaba moviendo a su antojo al Tour de Francia, no se paraba cuando un corredor se partía los huesos en una curva, y exigía que se parase la carrera cuando él quedaba cortado por una caída de pelotón. Era un gran negocio para todos, para los organizadores del Tour, para las empresas patrocinadoras y para el propio Armstrong y su empresa personal, que acumulaban montañas de dinero gracias al juego sucio, a las drogas que convertían a un buen ciclista en un supermán. Ahora lo borran de la historia, lo declaran inexistente para el Tour, pero ya es tarde. No le pueden quitar lo bailado, no pueden borrar su imagen en las hemerotecas ni los millones de sus cuentas corrientes y sus negocios, por mucho dinero que tenga que devolver (si lo devuelve) la fama y los honores recibidos no pueden suprimirse a golpe de «replay». Ni siquiera ese vacío en el que quedan esos siete años en los que nadie ganó el Tour solucionan la chapuza que todos veíamos que era evidente, pero que los principales vigilantes prefirieron disimular y no investigar a fondo. Ahora es tarde. También dentro de unos años nos dirán, como gran novedad y cuando ya no tengan remedio, cosas que ya sabemos ahora, que las agencias de calificación financieras son un bluff por no decir organizaciones delictivas. Cosas que se suponen, que olemos, que no hace falta que nos las digan en los grandes debates de los tertulianos. Acaba de saberse (y lo dice nada menos que un informe del Banco Central Europeo) que las agencias de calificación dan buena nota a sus clientes, a aquellas entidades financieras que, a cambio, le pasan fuentes de negocio que las mismas agencias valoran como muy buenas (volvemos a recordar las calificaciones de Lehman Brothers) lo cual no extraña a nadie, pero ningún gobierno toma mano en ese asunto, que puede ser un escándalo como el de los chinos. Se hacen leyes para todo, incluso para llevar a un niño en el asiento de un coche, pero no se hacen leyes para controlar a las agencias de calificación, que no sólo han demostrado que se venden al mejor postor sino que además han sido cómplices necesarios en el origen de la crisis (recuerden a los bancos que las compañías declaraban como maravillosos y que después eran un globo de papel). No sólo no las investigan como a Armstrong en su momento, sino que se rinden a sus calificaciones como si fueran Dios en el Sinaí; las consultoras contratadas por el Gobierno para definir la calidad de los bancos españoles cobrarán 31 millones de euros por cuatro meses de trabajo. Nos dirán cosas que pueden ser verdad o no, pero que lo sabremos dentro de algún tiempo y, además, no servirán para nada. Hace unos años (¿recuerdan?) todos los bancos y cajas eran el cuerno de la abundancia. Pero los 31 millones ya no los devolverán aunque se equivoquen (o mientan). Cada cosa hay que hacerla en su momento. No hay efecto retroactivo. No se puede quitar lo bailado ni pedir el perdón papal a Galileo cuatro siglos después. Como el PSOE, que ahora se dan cuenta de algo que todo el mundo sabía: ser de izquierdas era otra cosa.

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