sábado, 13 de octubre de 2012

Campaña


Diario de Pontevedra. 12/10/2012 - J.A. Xesteira
Salgo a pasear el sábado para aprovechar los rayos de sol que van a escasear dentro de unas semanas. En mi pueblo no tengo la mala reputación de Brassens, y me paro en cada esquina con algún conocido que me comenta cualquier cosa; abuelos con nietos de guardería, jubilados que han dejado de fumar y se cuentan cosas de cuando fumaban y sus empresas los tenían en alta estima, jóvenes parados entre dos trabajos express, sus jóvenes esposas con cochecitos y toda la fauna que poblamos los pueblos y las ciudades de medio tonelaje. De pronto avanza entre la población un grupo que se hace notar; conozco a algunos, me dan la mano, tanto los que veo cada día como otros a los que no conozco, sonríen y me entregan un prospecto de colores. Y pasan. Son un grupo político que pide el voto para su candidato. Una ceremonia absurda, copiada de las películas americanas, en las que los candidatos, asesorados por sus jefes de estilo, se ponen o quitan la chaqueta, la corbata, se cambian la camisa, marcan la sonrisa y estrechan manos, al tiempo que entregan el folleto de instrucciones a la señora del pescado, al del quiosco, al jubilado, al abuelo, al joven, a la mujer del joven, y a mí. Aprendieron hace años esa rutina y la repiten cada campaña electoral de la misma manera, sin pensar si vale la pena y sin caer en la cuenta de que el conocido que ayer me saludó en la calle con un frío hola, resulta ridículo que hoy me estreche la mano como si me felicitara de antemano por votar a su candidato. Son unas modas repetitivas que alguien le vende a los partidos políticos como muy efectivas y de resultados probados. El contacto humano, le llaman, un contacto que desaparece en cuanto se consiga el escaño o el poder deseado, y que reaparece de forma esporádica y paternalista en fiestas gastronómicas, romerías variadas o actos del propio partido, en los que unas señoras llevadas en peregrinación le dicen al baranda de turno que es muy guapo, que siga así que lo está haciendo muy bien (aviso, este evento de las señoras no es exclusivo de ningún partido político, está en la idiosincrasia de un pueblo educado en los programas folklórico-pailanes de la televisión autóctona) Me siento en la terraza de un bar a reponerme del choque que supone caer en la cuenta de que ha comenzado la campaña electoral. Al cabo de un rato me llega una voz que supongo que proviene del tenderete que montaban cerca con panel de colores políticos y atril con micrófono, evidencia de que se iba a dar un mitin de presentación. La voz es casi monocorde, como de alumno al que sacan al estrado para que lea su trabajo. Realmente no convence, si ese es su objetivo. Los candidatos principales y los secundarios tienen eso que ahora llaman “perfil bajo”, en realidad, un nivel sociopolítico submarino, de escaso pegamento con el público al que pretenden convencer de que van a ser buenos administradores, honrados personajes públicos y solemnes incorruptos. Las comparaciones con los políticos de la transición son tópicamente odiosas. Veo en los noticiarios televisivos los rostros de los carteles, y su mensaje se reduce a una pelea con unas encuestas y a culpar al contrario del mal general. Sus argumentos parecen sacados del juego de la Señorita Pepis para políticos. Desde la terraza veo, porque es día de feria quincenal, a unos gitanos que venden bragas unos metros más allá del mitin. Su mensaje es mucho más, claro, su voz es rotunda, su capacidad de convencimiento, mayor, el producto, claro y evidente. Las compradoras se acercan, ven el género, lo miden, lo analizan y sonríen con las frases del hombre vestido todo de negro. Eso si que es un mitin (del inglés, que significa encuentro, contacto) ahí hay empatía entre lo que se desea y lo que se ofrece. El gitano no les dice a las compradoras que lo que vende el senegalés de al lado es malo, ni le distrae con retóricas inútiles. No entiendo como todavía no se han dado cuenta los políticos del potencial gitano para su causa, como ya se han dado cuenta los evangélicos, que los han convencido de que su religión es la buena. Hace años, en unas fiestas del Pilar en Zaragoza, un amigo periodista de aquellas tierras me llevo la noche del 11 de octubre a ver la Zaragoza de verdad; me metió por un callejón en el que se oía música de guitarras y cantes flamencos; era la sede del Partido Comunista. Un avispado marxista entendió el poder de los Montoya y los Heredia y los convenció de que el comunismo era la libertad de la que los gitanos sabían la tira. Votaron comunismo y doblaron los votos. Entramos y el espectáculo era inefable: bajo un enorme cuadro de Carlos Marx y la hoz y el martillo, guitarristas y cantaores montaban su fiesta, entre vinos y tacos de jamón. Se habían puesto de acuerdo: lo importante no era el candidato, sino la causa, y habían conseguido una fusión perfecta: marxismo-flamenquismo. Una variante del tema pude conocer años después, cuando una agrupación anarquista de Vigo consiguió meter en la Idea a familias gitanas. Lo importante es la oferta, el mensaje, el programa o la causa, algo que de esperanzas, que ilusione. Y después hay que buscar a un vendedor que, como el gitano, sea capaz de conectar con los posibles votantes, tenga palabras propias y condiciones para decirlas. Los personajes que vi el los informativos peleando contra las encuestas estaban descolocados, como monja en cabaret. Sus ideas –que no son propias– tropiezan a la hora de pronunciarlas y salen en forma confusa. Parece que media una gran distancia entre el cerebro y la lengua. Es evidente en casos desafortunados; cuando el político se quiere hacer el simpático hay que echarse a correr. El ejemplo del Castelao de las mujeres y las leyes es de manual de primaria: hay que hablar con la cabeza fría y los pies calientes. O callar, como el Mistery Man de la Moncloa. Menos mal que la campaña es corta.

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