sábado, 3 de noviembre de 2012

En presencia del Rey


Diario de Pontevedra. 02/11/2012 - J.A. Xesteira
Cuenta Charles Darwin en su libro de viajes alrededor del mundo que en Tahití los nativos deben ir desnudos de cintura para arriba en presencia del rey. En cada latitud se observan unos protocolos diferentes ante la realeza. En los tiempos en que se usaba sombrero había que descubrirse ante el monarca (sólo estaban exentos los marinos que habían doblado el Cabo de Hornos, que además podían usar arete en la oreja y mear a barlovento). Las normas varían con los tiempos y los reyes se adaptan a las circunstancias; a veces salen en carroza dorada por las calles de Londres y a veces salen delante de un elefante muerto. Son cosas reales de la realeza. El rey de los españoles es un personaje atípico, como todo en este país. Sabe posar con empaque de moneda ante un desfile y sabe vestirse de marinero de yate para la ocasión. No es como los reyes que quedan por Europa, un poco apretados dentro de sus papeles, él está definido como «campechano» sin que se sepa muy bien por qué. Un amigo mío dice que es por haber estudiado en la Escuela Naval de Marín, donde el Dúo Dinámico cantaba aquello de «Guardiamarina es, que duda hay, un tipo alegre, campechano y sin igual...». Será por eso. En presencia del rey se puede estar de forma oficial, según el protocolo, disfrazado de lo que toque o en restringidos momentos de relajación. A los primeros corresponden los actos oficiales, aperturas de años judiciales o de parlamentos; a los segundos, las reuniones informales con periodistas. Son dos mundos distintos en los que don Juan Carlos se porta de manera diametralmente opuesta. Se cuentan anécdotas de su vida privada suficientes como para un diccionario de leyendas reales. Muchas son eso, leyendas, pero sí persiste en él el espíritu de su abuelo, el trece de los Alfonsos, famoso por su vida de pendoneo matritense. Juan Carlos I es un rey atípico; instaurado en el trono por un dictador, mediante una extraña ley aprobada en un referéndum más que dudoso, cuenta, sin embargo, con la aceptación de la inmensa mayoría que aceptó su figura como pivote para la Transición; se consolidó después con su papel en aquella comedia siniestra llamada 23-F y se instaló en su papel de representante bien acogido en el extranjero. Pero, como todas las cosas, eso funciona bien cuando el país es feliz y rico; cuando las cosas están de capa caída empiezan a aparecer las banderas republicanas y los gritos antimonárquicos. La masa funciona así, un día hacen fiesta por la coronación y otro día hacen fiesta por la decapitación. Un día celebran que el rey le diga a Hugo Chaves «¡Por que no te callas!» (una gachupinada colonialista) y otro día le dicen la misma frase al rey (una falta de educación social). El rey es viajero, el que más de toda Europa (solo superado por el Papa anterior) y aprovecha para representar al comercio español y a esa estupidez llamada «marca España». Cuando sale actúa como rey y como presidente de empresarios. Lo hacía cuando era príncipe en el banquillo (mi primer artículo en un periódico hablaba sobre una foto en la que el príncipe de España se sentaba con los jeques árabes durante la crisis del petróleo que acabó con los famosos petrodólares) Durante el último viaje oficial habló en los dos terrenos que pisa; en el oficial leyó los folios habituales y levantó la copa por una próspera colaboración entre los comerciantes de los dos países; con los periodistas salieron las frases de que «en España dan ganas de llorar» y de que tenemos que salir adelante como Tarzán, «con el cuchillo en la boca». En la distancia corta, como en el anuncio, se la juega, y la caga. Porque no es persona que se calle y lo mismo le echa un rapapolvo a Rajoy que llama por teléfono a Fernando Alonso para animarlo en la carrera. Si hay una persona o personas que le escriben los folios oficiales, en los tiempos libres no tiene a nadie que le frene ni le asesore. Y así se escriben los titulares. El problema es mayor, porque ahora cada ciudadano puede poner su opinión al instante en todos los ordenadores, teléfonos e iPod del mundo y nada más decir la frase real, surgen millones de frases virtuales que le piden que se calle como mínimo. El rey acaba de entrar en un terreno peligroso en el que ser campechano no sirve. Tiene una página web y eso es como tener un perro de pedigrí reconocido; es agradable, juega con los niños, se pueden enseñar a las visitas, pero hay que darle de comer todos los días y llevarlo al veterinario para que le quite las garrapatas. Y a la mínima nos la juega. Don Juan Carlos acaba de dar otro paso, y ha opinado en su página, que no es lo mismo que opinar en la seriedad del banquete oficial, ni en el discurso de buen rollo de Navidad ni en el jijí-jajá de los periodistas relajados. La web es traicionera y todo lo que digas será usado en tu contra, porque es pasto de millones de opiniones instantáneas. Y se ha estrenado, nada menos que con una opinión sobre el independentismo catalán, con una especie de artículo editorial en el que pide unidad, concordia, buenas maneras y democracia. Se supone que detrás del escrito hay un equipo redactor, y que además cuenta con el visto bueno del Gobierno. Pero con ello se abre la veda para que el rey de las Españas sea cuestionado y se abra una caja de pandora imprevista. Mientras, en Asturias, el príncipe Felipe se enrocaba en lo que llaman un perfil bajo. Pedía un poco de optimismo y esperanzas y aplaudía a la filósofa Martha C. Nussbaum cuando decía que «la gente no lucha por la renta nacional, lucha por una vida con sentido para ellos mismos». El príncipe sabe que el futuro ya no es lo que era y que los que protestan en la calle ya han amortizado a su padre, un tipo alegre, campechano y sin igual.

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