jueves, 30 de diciembre de 2010

La realidad literaria

Diario de Pontevedra. 30/12/2010 - J.A. Xesteira
Hay un empacho de policías literarios y peliculeros; detectives privados, forenses investigadores y toda esa patulea de personajes que nos invaden por causa de una moda que ya dura en pasar. Enciende usted la televisión y aparecen policías americanos, en su mayoría, y unas malas imitaciones en versión española o europea. Los conocemos, son como de la familia, conocemos las calles de Nueva York, de Filadelfia o de Boston mejor que las de Lugo. Los hay de a pie, patrulleros en coches que destrozan sin problema, porque la Policía americana parece disponer de toda la producción de la Chevrolet para destrozar en persecuciones. Son instantáneos, cogen el móvil y al segundo ya tienen a su disposición, helicópteros, hombres de asalto y tiradores de elite con miras telescópicas, que se hablan con el manos libres inalámbrico. Son fenómenos en cualquiera de sus variaciones: policías forenses que sacan un ADN de cualquier cosa en diez minutos, policías psicólogos que adivinan quien es el asesino en serie por la tarjeta de crédito de su madre. En fin, ¿para qué seguir? Ustedes los conocen tan bien como yo, o mejor, porque yo ya me estoy quitando. El empacho es enorme; son, en su mayoría, policías destructivos e indestructibles, gentes solitarias, que sufren mucho porque viven en unas casas a las que sólo van a beber una cerveza mientras ven la liga de fútbol americano en un sofá viejo. Por si no bastara con la sobredosis policial filmada, también la literatura (o los libros, para decirlo con más propiedad) se han entregado en cuerpo y alma (comercial) a ese juego, y ya no hay editorial que se precie que no tenga entre sus novedades a un detective privado o un inspector que investigue. Y a todo eso le llaman novela negra. La literatura de investigación tuvo sus arquetipos, sus momentos y sus personajes. La Novela Negra nació y murió en su momento a mayor gloria de una época determinada de los EEUU, con el desencanto de la postguerra y las persecuciones moralistas de un fascismo latente. Eran novelas, a su pesar, “de izquierdas”, en las que lo importante no era buscar al asesino, sino que aquellos detectives privados, solitarios, mal pagados y románticos, ponían al descubierto el auténtico rostro de la sociedad y sus delincuentes que triunfaban en la política, las finanzas o en cualquiera de los altares del poder. Fueron un genero en sí mismos, distinto de la investigación inglesa, de salón, de análisis deductivo, propio de Agatha Christie o Conan Doyle, y muy distinto también del género francés de Simenon, que daba vida a personajes corrientes, un tipo del pueblo, un comisario normal. Eran, dentro de la ficción, personajes creíbles, que no desentonaban en su sociedad. Pero de pronto, la moda nos coloca en todos los anaqueles de las librerías a docenas de variaciones sobre el mismo tema. Detectives privados en Italia, Islandia o en cualquier parte, detectives con alguna característica especial, son expertos en cocina, o en poesía medieval, o en microbiología. Se organizan congresos, festivales, premios y demás ferias literarias. Todo lo han contaminado, como si viviéramos en un mundo policial, en el que miles de agentes públicos y privados velaran por nuestra seguridad, amenazada por otros miles de terroristas, malhechores de navaja en las sombras, invasores de nuestras casas, asesinos en serie o “psicokillers”. Incluso la narrativa literaria ajena al género acaba contaminada y siempre hay una trama de investigación, un fleco de intriga que adorna la novela para ponerle un toque de modernidad. Literatura y cine, que son nuestro alimento cultural, junto con la música, son el reflejo de lo que está pasando. Importantes escritores dan a conocer cada fin de semana nuevas entregas de sus personajes favoritos que resuelven un nuevo caso, en lugares distantes y geografía de folleto turístico. Y pretenden que todo este empacho cuele como ficción basada en la realidad, como el espejo denunciador de los males del mundo. Pero los policías que vemos en las comisarías son mucho más normales, trabajan por un sueldo a fin de mes y su labor nunca es tan brillante como nos hacen ver en las novelas y las películas; los detectives privados no suelen andar por ahí con gabardinas trasnochadas, vigilan generalmente a maridos infieles, a defraudadores de seguros o buscan desaparecidos. Estamos saturados. Hemos perdido el contacto con la realidad. Los policías de verdad, públicos o privados, tienen un trabajo importante que tratan de llevar como mejor pueden, pero de escasa trascendencia literaria o épica. El mercado literario amontona en las librerías, cada vez más parecidas a un hipermercado, docenas de títulos escandinavos en los que policías y detectives nos enseñan la cara oculta de la sociedad actual. Nos lo ofrecen como si fueran la crónica real de lo que está pasando. Y los lectores se inclinan ante lo novedoso, olvidándose de que todo está inventado, y desprecian lo clásico como si no valiera la pena tenerlo en cuenta, como si en gastronomía sólo hubiera nueva cocina y nos olvidáramos de que también hay huevos fritos y fabada. Hago mención de esto porque acabo de releer una novela que no figura entre las nórdicas novedades. En ella, un español es despedido del banco donde trabajaba, la banca Aznar y Bofarull (sin comentarios) por revelarle a un cliente que se hacen chanchullos con su dinero (más o menos, que se invierten en bonos de riesgo fraudulentos, ¿me siguen?) y no encuentra trabajo ni a tiros, en medio de una sociedad en la que nadie encuentra trabajo; el hombre decide pasarse al lado malo de la vida, hacerse un delincuente, pero un detective privado (también hay un detective privado, ya les digo que la cosa es de plena actualidad) le dice que para eso hay que nacer, como los banqueros, que el que es bueno no pasa de pringado, por más que se esfuerce. La novela acaba medianamente bien, porque los banqueros readmiten al protagonista, con una sensible rebaja de su sueldo. Como ven la sociedad está mejor retratada aquí que en esas novedades llenas de frío. La diferencia es que esta novela, titulada “El malvado Carabel” fue escrita por Fernández Flórez, un extraño liberal, en 1931.

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