viernes, 6 de julio de 2018

El fútbol es cosa de emigrantes

J.A.Xesteira
Me coincidió contemplar el hundimiento de la selección española de fútbol en una gasolinera portuguesa. Había varios “espanhois" viendo en la tele la misma tanda de penalties que mandaron a la Roja Nacional (un auténtico ensamble histórico futbolístico) para casa y, en honor a la verdad, no hicieron muchos aspavientos, después de un “boooohhh” de derrota, no se hicieron el harakiri ni hubo llanto al estilo Boabdil. Como es más que evidente que en el equipo de fútbol de España es donde se guardan las esencias de la patria y es el único motivo por el que salen las banderas a ondear, creo que fue buena cosa que nos eliminaran (y me incluyo, pese a mi falta de afinidad con el fútbol y sus circunstancias) en los octavos, porque así podemos dedicarnos a cosas más interesantes que a dar la vara con el triunfo y la gloria. Al día siguiente, en las televisiones hicieron ese ejercicio antiperiodistico que consiste en preguntar su opinión a la gente de la calle, que generalmente no tiene ni idea de lo que está opinando, pero opina, claro, porque tiene el mismo derecho a hacerlo que los opinadores oficiales y expertos, personajes mediáticos que saben de fútbol lo mismo que la gente que va a la compra o a tomar el sol al parque. Las opiniones de la gente de paso coincidían con las de los expertos en fútbol, gentes vociferantes que suelen hacer de un simple partido de fútbol un debate de obviedades. Las culpas fueron del entrenador (que no puso a Aspas o dejó a De Gea), de los jugadores (que cobran un pastón por no hacer nada) del presidente de la federación de fútbol (que cambió de entrenador sobre la marcha) y algunas opiniones más por el estilo. A nadie se le ocurre que se trata de un juego, en el que uno gana y otro pierde, y en ese proceso influyen muchas más cosas, incluida la suerte. Pero no es más que un juego, que se juega con los pies, se discute con las tripas y sólo usa la cabeza para calentarla con rollos patrióticos y defensa de la unidad patria. Año tras año, campeonato tras campeonato, mundial tras mundial, siempre es una historia repetida, contemplada en grupo en los bares, que terminan sucios de huesos de aceitunas, palillos y servilletas, con restos de patatillas y mala leche. No aprendemos nada, ni siquiera el ejemplo de los japoneses, a los que habría que dar una medalla simplemente por ser higiénicos y educados: su equipo dejó los vestuarios limpios como patena, y sus hinchas, sin bombos ni gritos tribales, dejaron las gradas recogidas de envoltorios.
Realmente, el fútbol que, por su popularidad podría ser un perfecto banco de educación para las generaciones venideras, sigue en su vieja historia de aplastar al enemigo y levantar nuestra bandera; y esa actitud engloba desde los ultras mas descerebrados hasta las más altas instancias (menos el rey, que es de palo). Nunca aprendemos ni de las victorias ni de las derrotas. En este preciso momento en el que los movimientos migratorios de pueblos enteros están alterando el equilibrio político del mundo, haciendo que reaparezcan los viejos fascismos patrios, nadie toma nota de la parte social de un juego tan simple como el futbol. Un análisis geosocial del mundial sería mucho más interesante que el mal juego de Cristiano y Messi. Por ejemplo, la composición de cada equipo y su posición en el espacio mundial. Descartando a los suramericanos, que son emisores de pobres hacia el primer mundo, a los africanos, que se esforzaron por ganarse un puesto de honor y ser contratados el año que viene en países ricos, y a los exóticos japoneses o coreanos, quedémonos con la Europa en juego (a Rusia le damos de comer aparte, no es más que un imperio que fue pasando de un zar de las monarquías homologadas a un zar avalado por el Soviet, a un zar respaldado por la Gran Mafia Rusa) tenemos el bloque de los paises del sol, los que recibimos a los huidos del  hambre y la guerra de África que quieren ir a los paises fríos de Europa, donde no los quieren ni como mano de obra; para eso ya tienen a la segunda generación de los paises europeos que un dia emigramos hacia arriba, portugueses, españoles, turcos, italianos y griegos, justo los que en este mundial no pintamos nada, pese a la chulería eufórica del principio. Nos quedan los capitalistas que vinieron del frío, que son los que mandan en el mundial (Brasil a un lado) Pero si observamos sus jugadores nos encontramos con que la mayoría son inmigrantes de segunda generación. Bélgica, un país sin gracia, tiene una selección en la que predominan los africanos, musulmanes o ibéricos (portugueses o españoles), nacidos en Amberes o Flandes, pero, a fin de cuentas, extranjeros; o la hipócrita neutral Suiza, donde repiten el esquema africano-suramericano-musulmán; ¿y qué decir de la chauvinista Francia, donde sus enfants-de-la-patrie son de raza negra o hispano-portuguesa? Los inmigrantes son los que están salvando el fútbol de las patrias. Los hijos de los que un día huyeron de las hambres del sur son ahora los que ganan trofeos para que los europeos puedan presumir del fútbol. Recuerdo haber escrito en otro mundial sobre cosa parecida, con la diferencia de que entonces el problema de los refugiados no era tan alarmante; citaba a un hijo de inmigrantes que dio el triunfo a Francia y que, con el tiempo, ganó incluso copas para el Real Madrid; hablo de un bereber (gentes del desierto que se llaman a sí mismos “amazigh”, hombres libres) hijo de africanos, llamado Zinedin Zidane
A la hora de retomar el debate sobre los refugiados convendría recordar algunas cosas, entre ellas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y otra, que quizás alguno de estos niños que consigue sobrevivir al paso del Mediterráneo, donde mueren miles de ellos, podría ser el portero o el medio punta de nuestra selección de fútbol (o de Francia o Alemania) dentro de dos o tres mundiales de fútbol.

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