viernes, 20 de julio de 2018

De cine y fútbol

JA.Xesteira
Eran –que ya no son– los dos entretenimientos generales básicos (EGBs) del pueblo español: el cine y el fútbol. El domingo estaba reservado a estas dos actividades tan queridas: recordamos aquella canción de “por qué por qué, los domingos por el fútbol me abandonas…” y recordamos las tardes de cine. Todo era en domingo por la tarde, los partidos se jugaban con luz natural después de comer, y se retransmitían por la radio, y el cine era cosa familiar o social, una congregación de fieles a los sueños en technicolor sobre una pantalla blanca. Los tiempos cambiaron las modas, que no lo fundamental; el Gran Negocio (uno de los incontables nombres del Maligno, también conocido como el Capital) decidió que el fútbol se jugara de noche, con luz eléctrica (como una contribución a la contaminación universal) porque así se podría ver en la televisión; y no sólo el domingo, sino cualquier día de la semana (todos los días de la semana y a todas horas podemos ver las omnipresentes televisiones retransmitiendo futbol); el Gran Negocio también decidió que el cine, mejor cualquier día, y mejor en nuestra casa, en nuestro sofá y en nuestra tele. Al final todo se reduce a eso: la tele y sus variaciones de pantalla plana, para tener al personal ocupado en un sólo juguete. Pero en el imaginario colectivo quedan el cine y el fútbol como los pilares de toda cultura mundial, la base sobre la que se sustentan Oriente y Occidente. Y los contumaces hechos noticiables, demuestran que la vida es cine y la patria un campeonato de fútbol. Dicen los que inventan frases para los calendarios que la naturaleza imita al arte, y no es cierto, la vida, sí, y más concretamente, la vida redactada a diario en la prensa, imita al cine. Un ejemplo.
Una película.- Suena una música vagamente siciliana de Nino Rota mientras salen los títulos de crédito, títulos de nobleza y crédito bancario ilimitado, opaco y disperso por paraisos fiscales. Los personajes son conocidos; una familia real (auténtica y real) con un rey emérito y un rey sucesor, y una mamma, unas hijas que se casan a ritmo de valses con jóvenes prometedores. El resto acaba de salir estos días en la prensa, con fortunas en Suiza, Marrakech y cuentas a nombre de testaferros; hay amantes (supuestas) rubias con casa en Mónaco y policías en la cárcel que tiran de la manta. Mario Puzo lo tendría fácil para escribir las tres partes coppolianas de la Famiglia Borbone. Uno de los maridos de las hijas se separó y el otro acabó en la cárcel por blanqueo de capitales, malversación y otras cosas; ya se sabe que los chavales hacen lo que ven en casa, pero lo hacen mal. Mientras, el Emérito sigue a lo suyo, hoy patroneo un barco, mañana hago de intermediario en el AVE a La Meca, y así vamos tirando. En las conclusiones que sacamos de esta primera parte de la saga hay varias cosas de difícil encaje. Primero, el convencimiento de que todos estos negocios eméritos se sabían o sospechaban por evidencias que estaban a la vista incluso de los más ingenuos, desde los tiempos en que el Emérito solo era el Príncipe de Franco, y sus amistades peligrosas con los árabes le hacían interlocutor válido. Segundo, que los sucesivos gobiernos y oposiciones de este país no movieron un dedo, lo cual nos lleva a otra sospecha, la existencia de una oferta que no podían rechazar, a la moda siciliana. Tercero, que los servicios de espionaje (no lo llamen inteligencia, que eso es otra cosa) conocían todo esto y lo sacan a relucir cuando ven que lo que se quema es su culo. Cuarto, la pregunta del tonto: ¿cuando se muera el Emérito, quien heredará el imperio escondido e ilegal?¿quien será el Michael Corleone, el hombre de respeto? Y quinta; que en esta película todos tenemos un papel de extra, nadie mueve un dedo para esclarecer un posible delito de corrupción y prevaricación al más alto nivel; y nadie hará nada, porque, reconozcámoslo, vivimos en un país en el que la corrupción viaja libremente, desde el pelotazo que acaba de saberse sobre las torres Foster y la posible prevaricación del Banco de España, hasta las corrupciones diarias de los pequeños políticos de pueblo. Somos una película de reestreno.
Un partido de fútbol.- Como estaba previsto, Francia ganó el Mundial de Rusia. Lo ganaron los inmigrantes, algunos nacidos y familiarizados con los potenciales terroristas de los “banlieues”. Esa es la diferencia; si marcas goles, eres un patriota francés, si pides un poco de respeto y dignidad no eres más que un posible terrorista islámico. Francia ganó el mundial, como era de esperar, y la grandeur francesa sacó del baúl de los recuerdos a De Gaulle y a Asterix para cantar la Marsellesa en los Campos Elíseos. Eso está bien, mejor fiestas que funerales. Y eso está bien, porque, mirado por el lado de la integración (interesada, claro) el mestizaje se impone (sólo el mestizaje nos salvará de ser razas puras). Pero más allá de los emigrantes, tenemos la utilización patriótica y política del fútbol, como única religión universal y ecuménica. En la final estaban en el palco Macron y Kolinda, los máximos dirigentes de los países que combatían en la hierba; él se encargó de que saliera esa foto en pose épica (se nota que estaba preparada la cosa) para hacer un canto de triunfo de la France; ella, vestida con los colores croatas, rubia y alegre sonreía al mundo como derrotada con honor. Dos populacheros. Macron no pasa el listón de los políticos jóvenes de derechas homologadas; Kolinda es más peligrosa, una ultraderechista racista y xenófoba (eso si, rubia y jacarandosa). El fútbol fue estos días el refugio de las patrias, patrocinado por el Gran Comercio Televisivo. Su poder alcanzó incluso a los dos botarates más poderosos del mundo, Trump y Putin, dos tipos con más peligro que un mono con navaja; de sus bravuconadas y sus conversaciones al-más-alto-nivel sólo han sacado una cosa clara: un balón de regalo, como en una mala tómbola.

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