viernes, 9 de marzo de 2018

Los tiempos que corren

J.A.Xesteira
En los tiempos que corren (o que están quietos, que todavía no hay acuerdo filosófico sobre si los tiempos corren o somos nosotros los que corremos por el tiempo hacia ningún sitio) nada es lo que es, todo es una apariencia, un camuflaje, una imagen falsa que nos venden como real, una posverdad que siempre viene de una prementira. Todo es una figuración, un espejismo, y las cosas que deberían ser sólidas y necesarias sólo son gaseosas y contingentes. La comida no es para comer sino para retratar con el móvil y presumir de lo que comemos; el trabajo no es para trabajar ni para vivir del sudor de la frente (y de las plusvalías generadas por nuestro trabajo) sino para figurar en una estadística que nos dice cuantas personas trabajan y cuantas no (no se dice cómo es el trabajo ni como se paga, sino, simplemente figura como cifra en un sistema binario de paro-empleo); la vida, en general, no es para vivirla y disfrutarla, sino para sobrevivirla pensando en los grandes males que nos pueden amenazar. La culpa la tienen los políticos, que es una manera de decir, porque en ese “los políticos” metemos un conglomerado de dirigentes de todo tipo que administran, gestionan y dirigen las sociedades en las que sobrevivimos. Pero esto también es una simple apariencia de la que no son conscientes ni siquiera “los políticos”, sujetos a poderes más fuertes y superiores, como los personajes de las tragedias griegas que, por mucho que se esforzaran siempre tenían por encima de sus actos y sus cabezas a los dioses, que jugaban con ellos como si fueran la nintendo de Homero.
Cuando el trabajo era trabajo, la comida era comida y los políticos eran políticos, las cosas estaban más definidas: se trabajaba una jornada de ocho horas, se cobraba un sueldo a fin de mes y se tenían derechos conquistados con esfuerzo y dolor; se comían cosas simples, carnes o pescados, fritos, cocidos, guisados, y tortillas de patatas; y los políticos eran de izquierdas o derechas, pertenecientes a partidos bien definidos, con un programa claro, comunista, socialista, democristiano o la Derecha, en general. Pero en los tiempos que corren (a gran velocidad), no sucede así; los dioses superiores, que son una entelequia de multinacionales, corporaciones y sistemas bancarios, los cuales componen en conjunto el Capitalismo Enmascarado, son los que dictan las leyes a los simples mortales, entre los que se encuentran eso que llamamos hace unas líneas “los políticos”. No hace falta repasar el estado de las naciones del mundo ni la cantidad de paises enmierdados por el Capitalismo Enmascarado. Sin salirnos de Europa, dos países con elecciones recientes, Alemania e Italia, no se aclaran con su propia forma de gobierno. La Alemania, considerada como una de las cuadrículas políticas más monolíticas, tiene que recurrir a remedios caseros de rejuntar partidos irrejuntables para que Angela Merkel pueda seguir dirigiendo. En Italia, un país que no existe (la frase no es mía, se la pillé al difunto Umberto Eco), tiene, una vez más, un Gobierno que no existe, con el triunfo relativo de Pepe Grillo, comunistas y socialistas, perdidos en alguna esquina del tiempo, y la reaparición de ese pequeño gran fascista que todo italiano lleva dentro (hay otra versión que dice que cada italiano lleva dentro un pequeño gran partisano). De todo eso que llaman Europa sólo Portugal, gobernado por unas izquierdas claras con marxistas por medio, parece levantar cabeza en medio de la confusión.
Lo nuestro es distinto, viene de lejos y está tatuado en nuestro ADN. Lo nuestro, en los tiempos que corren, ni se mueve, a pesar de que todo se agita y se estremece. Vista desde lejos, la situación parece incluso un vodevil, con gente entrando y saliendo, robando y riendo, con las grandes figuras de los telediarios hablando y presumiendo mientras un coro de zarzuela aplaude. Lo nuestro mantiene el pulso vital del esperpento valleinclanesco, con un obispo que dice que la Virgen María iría a la huelga feminista y otro diciendo que las feministas son unas posesas de Belcebú. En los tiempos corrientres eso sería de partirse de risa si la cosa no fuera más seria, porque los dos obispos son representantes de una multinacional propietaria del patrimonio inmobiliario más grande de toda España, por el cual no paga impuestos y por el que cobra entrada por visitar sus catedrales (la semana pasada me cobraban por entrar en la de Ourense, que, paradójicamente estaba en obras pagadas con el dinero público).
En los tiempos que no corren, sino vuelan, nos dicen los triunfales noticiarios que el sector inmobiliario vuelve a repuntar, esto es, vuelve a ser negocio para los negociantes, unas inmobiliarias que compraron a la baja los lotes que los bancos desahuciaron, y que revalorizan para que el negocio se perpetúe. Mientras el sector inmobiliaro gana dinero, nos enteramos de que en España hay 166 desahucios por día, o, lo que es lo mismo, 166 familias en la puta calle (cuando se está en la calle siempre se está en la puta calle). La realidad de los hechos es terca, y resulta que muchos de esos desahucios son por imposibilidad de pagar el alquiler porque la propiedad del piso rescinde el contrato unilateralmente o sube de forma desorbitada el precio del inmueble. En ese sector no debe imperar la ley que impera en otros. O al menos se deduce de la llamada de socorro de un desahuciado en un informativo, que pedía que, de la misma manera que él rescató con su dinero público a los bancos, deberían los bancos ahora rescatarlo a él (que, por cierto, constitucionalmente tiene derecho a una vivienda digna). El Capitalismo Enmascarado ha dado otra vuelta de tuerca al garrote vil que nos aprieta el cuello.
Pero la solución está a la vuelta de la esquina, una solución entre Aristóteles y Kant, que es por donde navega M. Rajoy, que hará lo que pueda y un poco más, y hará posible la metafísica de lo imposible, si lo imposible es posible. Pensamiento difícil, pero que coloca al presidente a la altura de Kierkegaard. Único en Europa.

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