viernes, 23 de marzo de 2018

Las amistades peligrosas

J.A.Xesteira
La memoria es ese mecanismo que nos funciona (a veces) para recordar aquello que habíamos olvidado y sorprendernos de la recuperación del tiempo pasado. Suelen decir que la memoria es frágil, quizás para justificar que nos olvidamos con facilidad de ese pasado, unas veces porque no nos interesa recordarlo, otras, porque la maquinaria se deteriora sin  que exista, de momento, un tres-en-uno que la desatranque. La memoria también es un chinformio rectangular de plástico coloreado que conectamos a nuestro ordenador y metemos dentro de ella lo que queremos guardar, con la esperanza de que aquello perdure per in saecula saeculorum; no está demostrado, porque el tiempo no ha sido el suficiente, que eso vaya a ocurrir, pero como cada vez confiamos más en la memoria digital y lo que se guarda dentro de la Red, corremos el peligro de acabar perdiendo nuestra memoria interior por la comodidad de guardarlo en la exterior.
Sirva esta parida preambular para entrar en la materia que me ocupa. La memoria no sirve para gran cosa, porque, una vez recuperada, nadie tiene interés en utilizar el pasado, repararlo (si es que el pasado debe ser reparado) o rescatarlo para cumplir aquella máxima (falsa) de que el pueblo que no aprende de su historia está obligado a repetirla. El pueblo, que tantas veces invocan los políticos tiene una memoria de pez de estanque, y, además, parece que el pasado le importa muy poco.
En el cambalache político mundial en el que vivimos todos revolcados en el mismo merengue, la memoria no existe, se sustituye por una negación categórica: “¿Quien?, ¿yo?, nunca, eso que dice es un infundio” Más o menos es la cantinela repetida en el caso nuestro de cada día en el que cogen a un político/a con los calzoncillos/bragas a media asta. Estos días asistimos a negaciones documentadas en comparecencias parlamentarias; todos niegan el pasado y a ese no lo conozco. Le sucedió a Cristina Cifuentes con Granados, en tiempos amigos y correligionarios y hoy se niegan tres veces. Es un problema de elegir mal a las amistades, porque en política, los amigos que te encuentras cuando subes son los enemigos que te encontrarás cuando bajes. Cifuentes y Granados le llevan la contraria a la memoria; vano intento, siempre hay alguien que te saca el video. Siempre hay un antiguo amigo que descubre que la presidenta de Madrid aprobó un máster con notas falsas, en la Universidad Juan Carlos, que se caracteriza por otros fraudes conocidos.
Esperanza Aguirre, la predecesora de Cifuentes, es conocida por esas dos cosas: no tener memoria de corrupción alguna y no conocer a los amigos de antaño. Acaban de sacar a relucir la Ciudad de la Justicia de Madrid, uno de esos proyectos inútiles que nunca llegó a construirse pero que generó grandes negocios con dinero público a un ampio surtido de amigos. Granados, el traidor, saca papeles y facturas enmascaradas con las que se hicieron chanchullos que Granados asegura que sirvieron para pagar la campaña de 2007 de Aguirre. La ciudad justiciera que nunca se hizo, se tragó 130 millones de euros (solo existe un ruinoso inacabado edificio que nunca se remató). En Europa, por menos caerían gobiernos.
O no, porque, ¿se acuerdan de Sarkozy, el que fuera president de la France? Ya nos habíamos olvidado de él, porque nuestra memoria borra los cromos de las ligas pasadas. Acaban de trincarlo y esposarlo (eso en España sería impensable, ¿se imaginan a un ex presidente acusado y trincado por chorizo?) porque en 2007, cuando Esparanza Aguirre ganaba elecciones en España y prometía ciudades de la Justicia, Muamar el Gadafi pagaba la campaña del pequeño Nicolás francés (pequeño en estatura, grande en el Eliseo) ¿Y quien se acuerda de El Gadafi, en otros tiempos una figura famosa a quien las potencias extranjeras traían en palmitas y, aunque no lo crean, gobernaba Libia con el beneplácito de Occidente y con amistades que le llevaron a ser derrocado y asesinado por la OTAN (por la OTAN y un golpe de estado apoyado por Occidente). De Gadafi casi nadie se acuerda, y para ello deben acudir a la memoria digital, porque la cerebral flaquea.
Pero si acuden a la memoria “güiquipédica” se encontrarán con que hubo un tiempo en el que El Gadafi, mientras creaba la Unión Panafricana (a imagen de la europea, una de las causa de su derrocamiento) subvencionaba la campaña de su amigo Sarkozy y recibía los parabienes de los grandes estadístas. Libia era un país amigo y Gadafi también;. Ya en 1998 Fraga Iribarne viajaba a Libia y elogiaba al régimen: “He visto una sociedad muy abierta, con la mujer muy liberada, y no he visto miseria”, decía, si la memoria y la hemeroteca no me fallan. Galicia iba a hacer negocios con Libia por valor de 100 millones de dólares al año. En 2003 era Aznar el que viajaba a Libia y El Gadafi le regalaba un caballo purasangre de nombre “El Rayo del Líder” (si Josemaría junta las botas y el sombrero tejano de Bush con el caballo sería algo digno de ver: ¡Aiooo, silver!) En 2007 (¡ese año!) Gadafi vino a España con un séquito de amazonas vírgenes y fue recibido con honores de estado por Aznar y el rey Juan Carlos, que lo visitó después en Trípoli. A Aznar le sucedieron los socialistas de Zapatero y Repsol, que  abrió allí el pozo petrolífero más grande de su histroria.
El hoy olvidado Gadafi era amigo de todos, pero todos eran sus amigos de conveniencia, mientras recibían caballos, pozos de petróleo, dinero negro para campañas electorales, compra de material de guerra, colaboración con la CIA y el MI6. Era el gran amigo del norte de África, y de los tres de las Azores. Pero llegó un día en el que Occidente decidió que había que eliminarlo. Y lo hicieron. Ahora los libios son fugitivos del desastre generado a mayor gloria de Occidente. Toda aquella sociedad abierta de mujeres liberadas que veía Fraga cruza el Mediterraneo. Unos mueren en el camino, otros acaban en campos de concentración; Euroa ya no quere ni salvadoras ONG. Hay amistades que matan.

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