viernes, 5 de enero de 2018

La gripe tampoco es lo que era

J.A.Xesteira
Despedí 2017 con un gripazo y comencé 2018 con un gripón. Hasta aquí nada raro, la gripes son para el invierno igual que las bicicletas eran para el verano. Cada cual toma las uvas como puede y, además, como quiere. Hay gente que se viste de smoking para celebrar el fin de año, que es como vestirse de maitre de restaurante caro, pensando que en ello les va la elegancia; no es más que una apariencia, el relleno del traje siempre es menos elegante que el envoltorio, igual que la gripe en menos grave que la cara que nos deja. Centenares de personas, de creer las estadísticas informativas, despidieron el año igual que yo, agripados, unos en casa, moqueando en medio de la cena familiar, y otros rellenando las urgencias de los hospitales. En cualquier caso, la gripe de ahora ya no es lo que era, como el resto de casi todo. Se me ocurrió en uno de esos vértigos febriles con los que la cabeza da vueltas mientras tratas de sujetar las ideas. Y no me refiero a los tratamientos o a los avances médicos contra la gripe, un andazo indestructible (pasaran los siglos, se curarán las más graves enfermedades, pero la gripe, como el dinosaurio, siempre estará ahi), sino al ritual, a la pompa y circunstancia invernal que acompañaba aquellas gripes y que está ausente en estas.
Primero estaba la gripe escolar, la gripe de nuestra infancia, una gripe generalmente benigna, producida por andar a la lluvia y no abrigarnos como nuestras madres ordenaban. Eran gripe maravillosas; venía el médico de la familia, nos tomaba la fiebre (poníamos cara de mártir modelo Niño Tarsicio) y recomendaba unos días de cama, con un piramidón (el antepasado del apiretal infantil todo terreno de ahora mismo) y, no se sabe por qué, caldo y comida suave. El primer día lo pasábamos dormidos, pero al siguiente, aquello eran unas vacaciones de invierno: venían los amigos a jugar al parchís, leíamos tebeos y, sobre todo, pero muy sobre todo, no íbamos a la escuela, que era un paréntesis cálido y bien servido, sin maestros ni obligaciones (el que diga que les gustaba ir al cole miente como un bellaco pelotillero con efecto retroactivo) La gripe escolar era un descanso médico feliz.
Más tarde, superada la etapa juvenil, en la que la gripe era lo que menos nos interesaba, llegaron las gripes laborales. Eran gripes distintas, había que ir al centro de salud (el médico de la familia sólo venía a casa si estábamos en avanzado estado de depauperación) y pedir la baja. Generalmente nos juntábamos en la misma sala varios zombies gripales prestándonos virus poco usados y manteniendo conversaciones macabras sobre quien estaba más griposo y que si un primo se les había muerto por una gripe mal curada. El médico nos daba la baja, una medicación, reposo, y volver unos días después a por el alta. Aquí ya había variaciones y antibióticos. O bien se tomaba la medicacion o bien se optaba por un clásico inmortal: aspirina, leche caliente con coñá y camiseta de felpa. Una regla popular decía que una gripe con tratamiento se curaba en una semana, sin tratamiento, en siete días. Cada enfermo tiene sus rarezas y allá cada cual con su cuerpo y su alma.
Pero, de la misma manera que las enfermedades evolucionaron semanticamente y las muertes tienen diagnóstico detallado, tambien la gripe experimentó una evolución en su ataque, acoso y derribo. En los tiempos de mis gripes infantiles y juveniles, la gente se moría de cosas simples; mucha gente se moría “de repente”, que era un genérico, o de un cólico miserere, que sonaba como una mezcla de dolor y canto gregoriano, mientras que ahora mueren de infarto, de aneurisma de aorta, de ictus fulminante, que son marcas específicas; también se moría de cosas que ahora son enfermedades controladas, como la pulmonía, o la tisis, que, paradójicamente regresan de vez en cuando a repuntar, igual que las enfermedades erradicadas por aquellas vacunas que nos marcaban el brazo, y que rebrotan como pequeñas pestes, patrocinadas por la era de la estupidez, en la que los seres humanos somos listísimos y lo aprendemos todo en las redes sociales.
En la era de la gripe digital y del control saludable, la gripe es una campaña, un encuentro anual con una cepa de virus incógnito, que se trata como una invasión. Es la gripe mediática que acude cada año a la propagánda político-sanitaria, para recordarnos que hay que vacunarse. Nos lo recuerdan en los informativos, en los que suelen salir enfermeras vacunando jubilados/as con el añadido absurdo de las entrevistas a los vacunados: “Yo padecía todos los años, y desde que me vacuné, nada” Cosa sospechosa, porque me consta que hay otros tantos que no se vacunan y se mantienen en la vieja receta de la leche con coñá. Pero la propaganda es la propaganda, y esa señorita que nos dice en el informativo que el año pasado se registraron no sé cuantas muertes por gripe nos mete miedo con el virus para que acudamos raudos a pincharnos. La gripe ya no es ni un oasis de felicidad infantil ni un moqueo con coñá y parte de baja laboral, es un programa dentro de los presupuestos sanitarios anuales, además de una estadística y, un gran negocio para las farmacéuticas. Lo único que persiste es el trancazo febril y la levedad de ser humano metido en la cama.
Así estaba yo, chapoteando en mi sudor. Y cuando desperté, el presidente del Gobierno todavía estaba allí, en la pantalla, caminando a la lluvia, vestido de quechua, que es el uniforme de los jubilados caminantes, y que este año van a ganar un 0,25 más, una cantidad que ni da para compensar las subidas en cascada de carburantes y energía y las privatizaciones del bien público. Al principio creí que era una imagen de la fiebre, porque aquello caminaba de forma extraña. Después pensé que era una gripe antigua, que estaba viendo el NoDo en color y que al pasar Reyes tendría que volver a la escuela. Al final me dormí.

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