viernes, 15 de diciembre de 2017

Patrimonio nacional

J.A.Xesteira
Es condición del ser humano en movimiento, en versión peregrina, turista o viajera, admirarse por las edificaciones de todo tipo; ya sea la pirámide de Keops o la casa del campesino en medio del huerto, las construcciones tienen un atractivo especial para la cámara fotográfica. Ya no hay manera de poder ver una catedral o una ermita de pueblo sin abrirse paso entre selfies y barridos panorámicos de tabletas digitales. Eso conocido como patrimonio cultural tiene un poder de atracción incuestionable. Da lo miso que el viajero/a o el turista/o ignoren el estilo arquitectónico, la antigüedad, el uso y la conservación del patrimonio, están de paso, y lo importante es interesarse por las piedras antiguas de la única manera que saben: retratándolas y siguiendo camino. Otra cosa es el personal residente, el que se siente dueño de su patrimonio, porque para eso un rey o un obispo construyeron un edificio en su pueblo hace muchos años. Ahí surge el orgullo de poseer un patrimonio cultural y artístico, y lo defiende a voz en grito, aunque no tenga ni idea de que está defendiendo y haya utilizado ese maravilloso ábside románico como meadero en días de botellón. El patrimonio marca mucho aunque no le hagamos puñetero caso; basta que alguien insinúe una amenaza para que brote el espíritu patrimonial que dormía agazapado esperando la llamada de alerta. Debo hacer aquí una aclaración en mi descargo; hace años que el románico tardío o el gótico flamígero me dejan indiferente; quizás se deba a un empacho, pero a estas alturas prefiero la terraza del bar de enfrente al templo o el museo contemporanísimo. Son manías que vienen con los años y tapan devociones antiguas con una funda nórdica de indiferencia por el arte oficializado.
Todo este preámbuo venía por lo de Sijena; ya saben, ese capítulo colateral del asunto catalán. Precisamente ahora acuerdan que se devuelvan unas esculturas y unas tablas policromadas, que estaban en un museo de Lleida, a su lugar de origen, un monasterio aragonés. Como era de prever, las masas animadas, que ignoraban que existían esas obras, nunca las habían visto y, además, les importaba un carajo su existencia, salen a la calle a protestar en la parte catalana y en la parte aragonesa, cada uno por el patrimonio. Hasta ahí, la cosa no es más que un episodio berlangiano, pero si rascamos la capa histórica, como corresponde, nos encontramos que las obras habían sido vendidas por las monjitas (cuando hablamos de monjas en los periódicos siempre decimos monjitas, y no sé por qué, porque nunca decimos curitas ni frailecitos ni obispitos, habrá que estudiarlo) Vale, pues las monjitas vendieron 97 obras que tenían en el monasterio a los catalanes; el gobierno de Aragón y el ayuntamiento de Sijena denunciaron a las monjitas vendedoras y a la Generalitat compradora. Los tribunales juzgaron en su día y condenaron a devolver las piezas al monasterio, pero no a las monjas a devolver el dinero. Sus razones tendrían los jueces, que no son fáciles de entender. Para redondear la historieta, resulta que el monasterio es propiedad de la Orden de Malta, que lo tiene alquilado a las monjas de Belén, y, por encima, el hermano del ministro de Cultura, Méndez de Vigo, que fue el que dio la orden de retorno de las obras, aprovechando que estamos en campaña electoral, es el vicepresidente de la Orden propietaria del convento. Un buen tema para una película, una cosa entre “El Halcón Maltés” y “La Pantera Rosa”
Bromas aparte, y dejando a un lado la utilización propagandístico-política de un patrimonio utilizado como carnaza para peleas regionales, el patrimonio cultural eclesiástico, un bien que supuestamente es de pertenencia pública o general, se ha convertido desde hace años en materia negociable, más allá de la frase (robada a Shakespeare) con que Bogart cerraba la famosa película: “El halcón está hecho con la materia con que se construyen los sueños” El patrimonio cultural ya es un recinto de pasen-y-vean, con entrada; lejos quedan los tiempos en que uno podia entrar en una catedral, vacía de turistas, de forma gratuita. Las actuales catedrales son un parque temático, en las que se cobra entrada y en las que se dejan limosnas incontroladas por Hacienda (recordemos el episodio televisado del Códice Calixtino, en el que un canónigo afirmó que no se sabía cuanto dinero había en los petos; el electricista fue condenado por haber robado una pasta incontrolada). En la catedral de Burgos, hace años, incluso había un vigilante que, mediante una propina, enseñaba un cuadro de Leonardo que se guardaba en un armario de la sacristía, obviamente pintado por el cuñado del espabilado vigilante.
La compra-venta de Sijena, al menos se hizo de forma legal, con transferencias bancarias. Pero en la historia patrimonial eclesiástica, a menudo aparecen en manos particulares o museos extranjeros, piezas “desaparecidas” de templos y monasterios españoles. En los años 70 fui testigo periodístico de un robo frustrado en una iglesia compostelana; los ladrones no tuvieron tiempo de llevarse unos pesados angelotes y tuve el raro privilegio de poder subirme a un retablo barroco para ver el desbarajuste. En tiempos en que lo románico ya me importaba poco, en una iglesia románica en la Costa da Morte, el cura, un tipo campechano, nos contó que había una pila bautismal, una joya, y que un día apareció un camión del Ejército y se llevó la pila para el Pazo de Meirás por orden de la Señora. El cura confiaba en que algún día la pila volviera a su origen. No sé como acabó la historia. El patrimonio cultural es de todos (en teoría, porque, además lo pagamos), pero en la práctica, y en lo tocante a la Iglesa no es más que un negocio privado. Es un tema que convendría revisar alguna vez.
Conocí en los años de estudiante, hace varias décadas, a un extravagante ciudadano santiagués que en noches de alcohol (frecuentes y corrientes) solía vociferar desde la plaza del Obradoiro: “Había que echar abajo eso y con la piedra construir casas baratas”. “Eso” era la catedral compostelana, obra maestra y fuente de pingües beneficios.

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