viernes, 12 de mayo de 2017

Notas para matar al turismo

J.A.Xesteira
El turismo, un invento británico como tantos otros, fue el resultado de la tranformación del ser humano que iba a ver que había detrás de las montañas, empujado por una necesidad (emigración por falta de alimentos o desgracias naturales, cuando no espíritu de aventura pegado al comercio) en el ser humano que fue a ver que había detrás de la montaña por simple placer curioso (por supuesto, bien viajado y con todas las comodidades) Fue la diferencia entre las tres carabelas y la Wagon’s Lits Cook. Básicamente el turismo es paisaje y panorama, panorama vacío, soleado y sin gente: un cartel. El reclamo es ese cartel ausente de gentes en el que queremos estar, ya sea en un valle tirolés o en una playa tropical. El turismo se creó primero, la necesidad de viajar vino después, posiblemente junto con las guias (británicas también) que nos contaban las maravillas que había en cualquier parte y que los nativos de cualquier parte no entendían por qué venían desde tan lejos para ver aquellas piedras o aquellas playas. Pronto aprendieron los nativos que al lado de aquellas playas y aquellas piedras podían vender cervezas y tortilla (en la versión española, que se cambia por cerveza y pizza en la italiana y cerveza y musaka en la griega, y así en todas partes)
Fraga Iribarne, ministro de Franco en aquella ocasión, rama Información y Turismo, fue el inventor del turismo español, que es como decir el turismo del mundo. España era diferente y ese eslogan, junto con aquel de los 25 Años de Paz, le daban al país un aire distinto, en un momento en que los turistas eran veraneantes y, junto con el Seiscientos nacieron los alfredolandas y la especulación inmobiliaria. Este país presumía de turismo internacional y de cifras económicas, en unos años en los que para decir que éramos un país de pringados pobres, emigrantes a Europa y poca cosa más, nos autodefiníamos como “en-vías-de-desarrollo”. El turismo aumentaba cada año y venimos batiendo récords anuales desde que el pobre de Alfredo Landa intentaba hacérselo con Nadiuska (acababa con Lina Morgan o Gracita Morales). La actualidad es un puro récord, y el territorio está ocupado todo el año por extranjeros que tienen a su disposición un país barato y sin miedos terroristas.
La cosa cambió desde aquellos veraneantes hasta los turistas informáticos, pasando por los caminantes peregrinos rumbo hacia un parque temático inventado por la Iglesia Católica. Los viejos del Imserso ocupan la temporada baja de los hoteles y se autolesionan el colesterol y las transaminasas con los bufets libres (nunca tantos jubilados confundieron la libertad alimenticia con el libertinaje glotón). Los aviones de bajo coste traen y llevan a millones de habitantes de las tierras grises para disfrutar del sol español manoloescobalero. Los barcos cruceros transportan auténticos municipios de seres humanos, que viajan en forma de barrio del extrarradio para pararse unas horas en un puerto de atraque y decir que estuvieron en España; toda una aldea marina generando detritus y basuras que dejan en cada puerto de atraque. Cada vez son más abundantes los viajeros con casa a cuestas, caracoles de caravanas en las que reproducen su apartamento y los colocan en descampados adecuados en los que pueden vaciar su retrete quimico y hacerse una barbacoa con el vecino, en lo que en tiempos fue vida de cámping y ahora es mogollón de nómadas ma non troppo (mi siesta y mi tele que no me las quiten) La posibilidad de aventura se reduce a una diarrea o un robo de cartera; todo ha sido descubierto, y aquella hipótesis de viajar a la aventura ya no tiene cabida en un mundo controlado por internet en el que podemos ver en directo y desde el satélite cada palmo de la Tierra. Una vez eliminados los grandes espacios africanos por miedo a un terrorismo abstracto, ya no queda ningún lugar donde sentirnos personaje de Stevenson o de Salgari. Nuestro espacio vital como turistas es mínimo; llegamos a aquel pequeño pueblo de –supongamos– Portugal o Italia donde, cuando éramos mochileros aventureros, disfrutamos del paisaje y del paisanaje sin malear, y nos encontramos con una masa apretada de españoles, alemanes, italianos y los siempre impávidos japoneses; un amigo me decía que no se puede dar un paso en semana santa porque todo está lleno de turistas (no se daba cuenta de que él era uno de esos turistas que no dejaba dar un paso al vecino).
El turismo se va a morir un día de estos por su propio éxito. Igual que las ciudades tienen más coches que espacio para aparcar, el turismo ya no cabe, por mucho que digan que es una fuente de beneficios enorme, cosa que no se pone en duda. Ya no se sostiene y no parece que se alumbren señales de alarma, cuando debieran estar las luces rojas a todo meter. El turismo actual, con su ritmo y disponibilidad, ya no es sostenible. Millones de personas aumentan las poblaciones costeras, especialmente en los meses de verano, que aquí son muchos más que en el norte de Europa, y arrojan a unas depuradoras, diseñadas para una pequeña población censada, las defecaciones de millones de recién venidos en tiempo récord. No se sostiene. Se enmascara porque da trabajo temporero-semiesclavo a miles de trabajadores en paro.
Internet se ha convertido en la gran agencia de viajes donde se puede contratar en pantuflas un hotel o una casa con vistas al mar. La eclosión negociadora de los alquileres de viviendas ha generado un nuevo problema; un mercado en el que se mueven millones y que está a medio legislar; los precios se disparan, los propietarios ponen sus pisos en los portales de internet y surgen nuevas situaciones sociales; no hay vivienda para los residentes o los que se trasladen a una zona turística para ejercer de médicos o de funcionarios públicos: compensa más tener un piso vacío siete meses y alquilarlo el resto. Las islas y la costa española ya no tienen viviendas para los vecinos. El cartel turístico se llenó de gente, que come, ensucia y no deja sitio para vivir.

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