viernes, 20 de enero de 2017

De chistes y delitos

J.A.Xesteira
El primer chiste que se hizo sobre Carrero Blanco y su muerte lo hizo mi amigo Tonio en Madrid, el 20 de diciembre de 1973, más o menos sobre las dos de la tarde, es decir, con el cadáver del presidente del Gobierno todavía sin amortajar. Mi amigo, entonces periodista audaz y destemido, fue a comer con los amigos de todos los días al mismo restaurante barato de siempre, y cuando el camarero le preguntó qué quería para comer dijo en voz perfectamente audible por el resto del personal comensal: “Unas chuletas de carnero blanco, ¡y volando!” Hay que reconocer que mi amigo reunía un valor mezclado con insensatez digno de mérito. El impacto debió ser tan impredecible que todos los que lo oyeron (es decir, todos) se quedaron con la cara a cuadros (hoy diríamos pixelada) y una especie de mueca entre la sonrisa y el ¡ay-lo-que-dijo-este!. Pero no pasó nada, cada uno se dedicó a sus platos y la vida continuó. Ese mismo día yo me encontraba a centenares de kilómetros, haciendo la mili en un cuartel que, inmediatamente, tocó zafarrancho de combate y todos nos tuvimos que armar como para desembarcar en Normandía. Y a partir de ahí, con las tropas en pie de guerra, los mandos del cuartel no supieron qué hacer, y siguió una ceremonia de confusiones que, si la hubieran filmada sería como Armas al Hombro de Charlot, dirigida por Tarantino; mi recuerdo de aquel dia es de que me lo pasé escribiendo telegramas sin parar con un casco en la cabeza y un subfusil al lado de la mesa. Al final del día la mitad de los soldados estaban borrachos y contando chistes del presidente asesinado. Los suboficiales y oficiales, acuartelados en las cantinas, hacían lo mismo: beber y contar chistes del muerto. Es condición humana en general y española en particular, que cuando hay muerto hay chistes; no hay velatorio sin risas. El chiste, que tiene grandes estudios psicoanalíticos sobre sus orígenes y cualidades, necesita un componente de crueldad y, a veces, de mal gusto. Desde nuestra más tierna infancia nos reímos con lo grosero y lo escatológico (el famoso caca-culo-pedo-pis, que mis nietos ya cantan con el añadido de la-comida-de-París) Los chistes contra el poderoso constituyeron una forma de venganza que nos liberaba por medio de la risa; se hicieron chistes de Franco durante todo su mandato, en su lecho de muerte (aquellas largos días en que los periódistas hacíamos turnos como vigilantes de Fort Apache) y después de muerto (todavía debe andar algún chiste perdido por las memorias colectivas).
Pero los años pasan, y los chistes de ayer pueden ser delito hoy. Un tuitero acaba de ser condenado a 18 meses de cárcel por comparar la muerte de Carrero con el paso del cometa Halley, y la Fiscalía pide dos años y pico de cárcel para una tuitera por hacer un chiste sobre el mismo tema, acusándola de   “humillación a las víctimas del terrorismo”. Los chistes de los tuiteros son, cuarenta y tres años después de aquel famoso atentado, cosa sin gracia; el almirante Carrero es una figura del pasado, con lo cual el posible chiste pierde el efecto humorístico, sería como hacer una gracia de Alfonso XII. ¿Qué diferencia hay entre el chiste de mi amigo Tonio y el de los tuiteros sobre el mismo tema? Según lo veo, dos diferencias. La primera, la difusión urbi et orbe de la maldad graciosa (de la que todos, incluido el fiscal, nos reímos, no mientan) a través de las redes sociales; la coña arriesgada de mi amigo se quedó entre las paredes del restaurante, la de los tuiteros se esparció por las redes, que es donde parece que existen ahora los delitos. La segunda diferencia es el paso del tiempo; lo que era risa en 1973 ahora puede ser risa y delito. Los chistes de negros, de putas, de maricas, de tontos, de curas (bueno, de curas, no sé) que tantas risas daban, ahora son políticamente incorrectos, que es una manera hipócrita de ponerse medallas de antirracista, tolerante, feminista y correcto, mientras que se siguen sosteniendo en realidad políticas que avalan todo lo contrario. En estos programas que la TVE rescata de los humoristas del pasado, la mayor parte de las gracias son de juzgado de guardia; los antiguos graciosos basaban su humor en denigrar a mujeres, borrachos, extranjeros, homosexuales y demás (menos del Gobierno, que siempre quedaba para la semana siguiente) Los tiempos cambian y el humor se convirtió en un monólogo que rara vez nos hace sonreir; los viejos chistes de barra de bar que no se sabía de donde venían (había la teoría de que era una oficina de funcionarios dedicados a inventarlos y propagarlos por el mundo) se convirtieron en chistes automáticos, que caducan antes de reirle la gracia. Viajan a la velocidad de las gigas contratadas y se van de la memoria antes de que el fiscal firme el auto de procesamiento por humillaciones o por ensalzamiento del terrorismo. Creo que existe un exceso de celo que encuentra terreno abonado en las redes, donde la facilidad y la inmediatez son un arma que dispara sola, porque, una vez que tenemos la estupidez en la recámara de la pantalla y le damos a enter, ya no hay marcha atrás, y si alguien pilla el chiste con papel de fumar y se lo lleva al fiscal, la cosa puede acabar mal, aunque la intención del delincuente tuitero no iba más allá de hacer unas gracias con la muerte de un presidente del Gobierno asesinado de manera tan asombrosa que incluso mereció películas, libros y reportajes; todo, menos humor, que quedó escondido en el petit comité del restaurante barato, las cantinas de los soldados o en la barra del bar. Quizás nos parezca excesivo el delito de hacer chistes de muertos, algo consustancial con el ser humano, pero para mí la mejor frase sobre la muerte de Carrero Blanco la dijo el propio Franco: “No hay mal que por bien no venga”. Siempre me pareció humor a la altura de Woody Allen.

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