sábado, 30 de julio de 2016

Diferente indiferencia

J.A.Xesteira
Podemos echarle la culpa al largo y caliente verano, pero una cierta apatía se ha instalado en la vida en general. Cada día aparece un peligroso fanático que lo mismo degüella a un cura en Normandía que mata a 19 personas en Japón, lo mismo aplasta a franceses con un camión en Niza que mata a policías que antes mataron a negros desarmados en Estados Unidos, matan en países instalados en el confort europeo como en países instalados en la guerra de Oriente; lo mismo en nombre de un dios que en nombre propio, por un arrebato violento contra su propia familia que contra los invitados a su boda; igual la cosa acaba en suicidio que abatido por disparos de la policía (en realidad todo es un suicidio con acompamamiento). Todo eso pasa ante nuestros ojos en las noticias con la indiferencia que produce la rutina. La violencia brota por cualquier cosa, incluso en peleas por la defensa de una orquesta en una fiesta, una vieja costumbre en medio de la estupidez tradicional.
Debe ser el calor, pero todo transcurre con indolencia. Dentro de unos días comienza en Río de Janeiro, ciudad paradigma de la alegria, una olimpiada. En otro tiempo, eso era sinónimo de paz, de interés incluso para los no aficionados a los deportes, que no podían sustraerse a la plástica de los atletas y de la propia actividad deportiva, más allá del espectáculo de inauguraciones. Pero esta debe ser la primera olimpiada odiada por los propios organizadores. Ante un sospechoso silencio de la prensa internacional sobre lo que espera al que vaya a Río, sabemos que aquello es peligroso; con un gobierno suplantador del legítimo gobierno (un lío superior en el que una tropa de delincuentes acusa de delitos a los anteriores) que no es capaz de gestionar una olimpiada que nació torcida; la primera olimpiada de Latinoamérica está a medio acabar, las infraestructuras no se remataron, la seguridad está cuestionada por la propia polícía de Río (la buena, porque más de la mitad de los agentes son más peligrosos que los narcos de las favelas); la seguridad sanitaria está bajo sospechas comprobadas: existe peligro real de contagio del Zika y otras plagas parecidas, y la seguridad hospitalaria es, desde hace mucho tiempo, más que dudosa (es el único país del mundo en el que fallece un presidente de Gobierno por mala gestión hospitalaria). Con todo eso, la indiferencia por los juegos es casi absoluta, y la única expectación es ver que desastre se puede producir durante la olimpiada (aunque nadie desee cataclismos ni muertes en masa).
La indiferencia nos aplana, como el calor de estos días, y no hay trazas de que un aguacero beneficiosos pueda regarnos la hierba y espabilarnos. La vida sigue más o menos igual; los bancos ganan muchos millones (aunque se quejan de que menos que el año pasado) y los políticos que antes eran padres de la patria tambien ganan lo suyo, ahora como hijos de la empresa (al tiempo que se permiten el lujo de impartir doctrina a los sucesores en el puesto que dejaron vacante un día). Baja el índice del paro y los datos oficiales dicen que se han creado unos miles de empleos, lo cual, desde el punto de vista aritmético parece bueno, pero desde el punto de vista lingüístico no lo es tanto, no sabemos que entienden por “empleo” los que hacen la encuesta, porque seguramente serán de camareros mal pagados en chiringos veraniegos, con caducidad dentro de un mes. La gente se va de vacaciones y se olvida completamente de lo que sucede alrededor, de los atentados en el mundo, de los juegos olímpicos, del precio de la gasolina, de la tasa de parados y de que el reparto de la tarta económica deja para la imensa mayoría cada vez menos tarta. Ni siquiera el detalle extraordinario de no tener un gobierno que llevarnos a la discusión nos afecta demasiado.
Ante nuestra total desgana vemos desfilar otra vez a los políticos por delante del rey, convertido en convidado de piedra, estatua de sal o caballo de cartón, un tipo alto con la misma apatía general, como diciendo para sí: “Otra vez los mismos con las mismas mismadas”. Y cada líder con asiento en el Parlamento pone cara de póquer a sabiendas de que todo el mundo sabe que tiene un farol. El rey parece gafe, no es capaz de inaugurar su primera legislatura y, a este paso, su papel como jefe de Estado es más que cuestionable. Pero la desidia reinante impide que los republicanos ataquen por ese lado (“¿Para que queremos un rey que no es capaz de arbitrar un Gobierno?”) No es que un presidente republicano pudiera hacerlo mejor, pero la cara de Felipe languidece en cada foto (experimento: comprobar las fotos de las anteriores consultas y pasarlas en vista continuada). El panorama, según lo vemos desde el bar, tiene a la derecha al partido ganador, lleno de juícios por prevaricaciones y corrupciones varias, incluído el proceso por los ordenadores borrados, pero que al parecer no le importa a nadie; a su lado, la versión juvenil del mismo tema; más al medio, el segundo de a bordo, que no se atreve a dar un paso después de tirarse a la piscina sin agua; y a la izquierda, los insurgentes que se lían con sus propios partidarios. Y nosotros todos vemos el espectáculo ante la total indiferencia, una diferencia diferente, como España lo era en aquella vieja frase turística (“Spain is different”, decía; ¡y tanto!). A todos ellos, al rey y los que van a visitarlo, echamos la culpa de lo que pasa, de que estemos tanto tiempo sin gobierno, pero ellos son nuestro propio reflejo, todos somos culpables; ni siquiera les echamos la culpa con ganas, nos da lo mismo que haya o no gobierno; en el fondo somos como Clark Gable en la última escena de “Lo que el viento se llevo”. Escarlata-España le dice: “¿Y qué va a ser de mi?” y Rhett Buttler-País le contesta: “Francamente, querida, me importa un carajo”; y Escarlata, encogiéndose de hombros dice: “Bueno, mañana será otro día”

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